Un acantilado. Era muy pequeño. Quizás 4 años. Un acantilado. Mis abuelos cerca del mar. Algunos tíos. La mar. También un trampolín. Lejanía. Mundo desconocido. Ni tan siquiera había preguntas sobre ese mundo. Esa lejanía. El mar era inmenso, amenazador, pleno de misterios. Luego comimos juntos bocadillos o empanadas o una tortilla que se iba repartiendo. Una botella de vino. Un refresco. La escena podría abrir el principio de una sinfonía o de un sueño. Más cerca del sueño que de la realidad.
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Llegué en bicicleta a una capilla prerrománica que estaban restaurando. Me puse a contemplar el lugar. Una especie de cruce o bifurcación de caminos entre aldeas. Y allí, en una parte del pequeño valle, la capilla. Rudimentaria. Piedra sobre piedra. Pero la tarde era soleada y se podían contemplar los montes circundantes a pocos kilómetros de allí. Cerca había una finca; una casería con vacas, cuadra y casa. Luego todo eran prados verdes y un arroyo que cruzaba el pequeño valle. En algunos prados había pomaradas. Al ser primavera y una tarde soleada, pues todo empezaba a renacer con fuerza. Incluido yo con mis quince años. Por alguna razón, y después de haber leído en la vieja biblia unos capítulos sobre Abraham, creía que aquella escena tan mágica no muy lejos de la ciudad y en sus afueras, tenía que significar una singular revelación divina. La creación, el nacimiento del mundo y sus personajes antiguos: Abraham: Patriarca con su gran familia, tribu, pueblo en ciernes: ganado, pastores, esclavos, concubinas y muchos hijos. Una mujer: Sara. Todo se presentaba en su estado primigenio. Naturaleza viva e inocente. Padre Abraham: noble, sabio, humilde pero poseído de
autoridad natural. He ahí la escena en toda su composición. No faltaba nada. Era el sitio ideal para una revelación más que epifanía. Pero fue el silencio. Un silencio que aislaba el paraje en una idealidad para ser contemplada. Pero nada más. No hubo revelación alguna que diera absoluta certeza de la existencia de D-ós. Abraham podía estar sentado en una banqueta cerca de la casería, al lado de la cuadra, mirando a las vacas cerca del prado y todos sus esclavos y pastores por los parajes de alrededor. Pero de D-ós sólo se percibía un silencio. Silencio luego invadido por las preocupaciones y la vuelta a la ciudad en bicicleta. A los quince años una vida renacía con esperanza, pero el punto de partida era el silencio de D-ós.