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martes, 29 de junio de 2010

LA COLONIA SACONIA III

Llegamos a la Colonia de Nuestra Señora de Covadonga o Colonia Sajonia un 3 de enero de 1957. Veníamos de Asturias y no había pegado ojo en toda la noche mirando por la ventanilla del tren expreso. Tenía seis años. Allí, pegado a la ventanilla, trataba de ver lo que había fuera. Había luces lejanas, estaciones silenciosas de luces mortecinas, trenes de mercancías que se cruzaban con el nuestro de forma violenta. Recuerdo que una vez en la meseta la luna era llena y podía ver casi todo. Fue eso lo que me mantuvo en vela toda la noche de viaje. Nunca había visto una llanura así en la realidad. Salía del estrecho valle de Langreo, verde y húmedo para empezar a ver otros mundos. La llanura se perdía a lo lejos. Más tarde eran las vallas de piedra que protegían ganados de ovejas. Pueblos de casas también de piedra a lo lejos. Montañas lejanas sin ninguna nube o niebla que las cubriera. Y al final Madrid. Salimos a la estación Príncipe Pío y allí mi padre llamó a un taxi. Aquello me pareció extraño. Llamar un coche que pare y te lleve sin más era algo raro para mí. Además había muchos coches. No recuerdo más. Debí de quedar dormido.

Despertamos Rubén y yo a una mañana soleada. Nos despertaron las voces de una señora que gritaba algo así como “pachurrera, pachurrera”. Nos levantamos los dos de la cama y miramos por la ventana. Lo primero que me llamó la atención fue la fuerza del sol. Era una mañana clara como nunca había visto en Asturias. Parecía que amanecía a un mundo más alegre, con mucha más luz y colorido. Y de repente vimos a la señora que llevaba una cesta redonda grande con algo dentro y seguía gritando “pachurrera, pachurrera”. Rubén y yo nos reímos de aquella palabra hasta el día de hoy. Era la churrera que vendía curros y porras calentitas y listas para tomar con leche, café o chocolate. Cuando nos vestimos y fuimos a la cocina ya había porras en la mesa con chocolate. Mi padre había comprado a la “pachurrera” su mercancía.

Desde la ventana de la habitación podíamos ver los cangilones entrar y salir del embarcadero a casi un kilómetro de allí. Más allá del embarcadero se extendía una inmensa llanura de hierba amarilla. Más allá de la Colonia empezaba el campo interminable cruzado por las torretas y cables de los cangilones que traían piedra del Jarama para moler en forma de grijo para las carreteras. Hoy día toda esa inmensa llanura está edificada y desde esa misma ventana sólo se ven edificios que bloquean la Colonia. Como era el 4 de enero tenía miedo que no vinieran los Reyes ya que la carta la habíamos echado en Sama, pero mi padre nos dijo que no había problema que los Reyes sabían que estábamos en Madrid. No sé si salimos de casa o no aquel día. Mirábamos por la ventana y veíamos a chiquillos que hablaban de una manera que nos parecía simpático. Llegaron los Reyes el día 6 por la mañana y a mi me trajeron un tren de cuerda Payá con vías y un par de pistolas de restallos. A Rubén le habían traido entre otras cosas el Robot Mágico. Era un muñeco robot que lo ponías apuntando a una pregunta en un círculo y luego respondía en otro círculo movido por un imán que lo llevaba a apuntar con una varilla a la respuesta. Para mi eso era pura magia.

Salir a jugar con los chiquillos de la Colonia no fue fácil. Rubén y yo salíamos al portal, pero luego retrocedíamos. Afuera había chiquillos a la expectativa pues ya sabían que habíamos llegado. Yo entonces quise salir y saludarlos, pero Rubén me retenía, sentía verdadero pavor a salir y enfrentarse a aquella situación. Los críos nos llamaban para jugar y Rubén me impedía salir. --No vayas—me decía. Al final me escapé y entré en contacto con Juani, Clemen, Alvarito, José y Kike y otros. Entraba en un mundo nuevo donde decían “niño” en lugar de “guaje”, decían “ahí va” o “parte mi sólo” y de vez en cuanto alguna palabra que yo desconocía absolutamente pues en Asturias esa palabra solo entró a finales de los años sesenta. Me refiero a “gilipollas”. El equivalente en Asturias era “pijo” o “fatu”. Fue fácil empezar a jugar con ellos y me hacían muchas preguntas y decían que hablaba gallego y me llamaban gallego. Poco a poco convencimos a Rubén para que saliese del portal y se uniera a nosotros. A partir de entonces ya éramos dos más entre tanto chiquillo con ganas de jugar.

Empezamos a ir al Colegio de Nuestra Señora de las Mercedes en la calle Caunedo. No muy lejos de la Colonia. El colegio lo dirigía D. Rafael de Uña Mata y contaba con dos profesoras más, Doña Antoñita, que era su mujer; y, Doña Isabel que era hermana de Doña Antoñita y cuñada de D. Rafael. Pero había otra hermana que era Doña Carmen Lodeiro. Esa era mi ‘profesora’, no maestra (en Madrid no se usaba esa palabra aplicada a un docente). Todas las hermanas eran gallegas de origen, concretamente de Viana do Bollo (Orense). Y, con excepción de Doña Antoñita, las otras dos eran solteronas y bastante beatas. Carmen Lodeiro tendría unos treinta años y era guapa a su forma. Cuando nos llevaba a la iglesia a rezar a María, la Virgen, los obreros que cavaban zanjas o trabajaban en las obras la silbaban y ella se ponía colorada. Doña Isabel era fea y delgaducha y además era algo repipi y moralistona. Para llegar a mi clase había que pasar el portal y luego cruzar un pequeño patio hasta llegar a una especie de añadido que bien podía haber servido de almacén de algo. Aquel anexo de planta baja albergaba dos “aulas”, la clase de Don Rafael a la que iba Rubén, y, la clase de Doña Carmen, que era donde iba yo. En realidad eran cuartuchos con unos ventanucos que daban al patio y donde nos hacinábamos unos 30 alumnos en cada clase. Madrid de aquella no contaba con escuelas municipales suficientes, todos íbamos a colegios privados montados en pisos o casas con un piso o dos. Tal era el caso del Colegio Nuestra Señora de las Mercedes, cuya casa todavía existe en la calle Caunedo.

El colegio había sido recomendado por una prima de mi madre que vivía en Madrid desde hacía mucho tiempo. Se llamaba Rami y su marido era un malagueño muy simpático llamado Pepe. Pepe trabajaba de taxista y tenía un Citröen de aquellos largos y pegados al suelo de últimos de los años 30, que además contaba con asientos extra plegables. Pepe y Rami tenían dos hijas que se llamaban Carmen y Marisa y las dos se apellidaban Montilla Collado. Las dos eran muy listas y vivaces. Enseguida nos aceptaron como primos de verdad y nos hablaban del barrio y de todo lo que hacían y del colegio y de no sé cuantas cosas más. La madre, o tía Rami (en Asturias no usábamos el tía o tío delante para dirigirnos al mismo), a partir de entonces, también nos ponía al día de todo lo que acontecía en la zona de Ciudad Lineal. Ellos vivían en una especie de edificio viejo construido con ladrillo rojo y paredes ajadas por el tiempo, edificio que estaba dividido en pisitos cuyas puertas y ventanas daban a una larga galería con váter común al fondo metido en una especie de armario de cemento con tejas. La primera planta de aquel edificio estaba dedicada a almacenes o cuadras y enfrente había una explanada de tierra dura y seca rodeada de casuchas con huerta de pueblo o barrio periférico ya todo medio abandonado y decadente. Esta zona donde vivían Pepe y Rami era cruzando la Carretera de Aragón (hoy día ya Calle de Alcalá) en dirección a Canillejas, pero no muy lejos de nuestra Colonia. Estamos hablando de un Madrid todavía pobre y poblado de gente que venía de todas las provincias a buscarse mejor vida, pero un Madrid muy escaso de viviendas nuevas y por lo tanto la gente vivía como podía y en cualquier sitio. Era el Madrid de los “torraillos” hechos con garbanzos tostados, de las cortezas de cerdo fritas en carruchos o tenderetes, de churrerías de barrio, de estancos con letreros que decían “expendeduría”; el Madrid de las lámparas de carburo y las farolas todavía de gas en la plaza de la Cebada y la zona de La Latina. El Madrid de los metros y tranvías atiborrados de gente vestida pobremente y mal aseados, que se dirigían a barrios muy hacinados plagados de chabolas o cuevas escarbadas en la arena como Vallecas, zona de San Blas y tantas otras. Recuerdo ese Madrid como si lo estuviera viendo. Esa pobreza tan cruda y generalizada no existía en Asturias y ya a los seis años me resultaba desconcertante. Era el Madrid de los mutilados de guerra vendiendo lotería o cosas desde puestos que decían “Mutilado de Guerra”. Un Madrid lleno de tullidos pidiendo en los metros, en las calles, etcétera. Y todo ello fue cambiando radicalmente precisamente en todos aquellos años que vivimos allí.

El pisito de Pepe y Rami eran dos habitaciones con ventanucos que daban a la galería común, más una cocina diminuta. En una habitación dormía el matrimonio y en otra las dos niñas y la madre de Rami, o sea, la suegra de Pepe: María Luisa. Ella era asturiana de Ribadesella, hermana de mi abuelo Ramón, y era viuda desde hacía años. Recuerdo que siempre que se ponía a hablar acababa llorando por algo. Siempre acababa llorando y las lágrimas le surgían tras de las gafas redondas de concha y pronto había un pañuelo secándolas. Nunca supe mucho de ella, ni sé a qué se debían sus lloros, pero la tía María Luisa venía mucho a nuestra casa de la Colonia a hablar con mi madre de tiempos pasados y presentes. Cuando se iba mi madre ponía la radio y escuchaba las novelas de Guillermo Sautier Casaseca con Matilde Cones, Matilde Vilariño y pedro Pablo Ayuso o Rafael Vicente como protagonistas. Por la radio se anunciaba Cortefiel en Fuencarral esquina San Mateo, almacenes Simeón, las canciones de Cola Cao y Phoscaoy hojas de afeitar Palmera. Más tarde fue la apertura de Galerías Preciados con todas sus ofertas de plástico en multitud de colores. Habría de pasar un año más: 1958.

En el Colegio de las Mercedes empezó mi mala suerte con las escuelas (en Madrid no se usaba la palabra escuela, decían siempre colegio) o mi torpeza como estudiante. La Señorita Carmen Lodeiro resultó ser una señora neurasténica incapaz de controlar a treinta niños salvo arreando palos en forma de ejecuciones sumarísimas. Cuando se cabreaba, que era casi siempre, nos cogía a los que no teníamos hecho algo o no respondíamos a algo que había que tener memorizado o resuelto y nos sacaba adelante, nos bajaba los pantalones y nos azotaba con una vara a base de bien. Tal escena era terriblemente humillante y se repetía casi todos los días. A veces se bajaban los calzoncillos de lienzo (no existían los slip modernos) por accidente y se veía el culo y los cojonillos y la pirula del crío que sufría como un Cristo doliente. Era una pedagogía aterradora. Las niñas iban con Doña Isabel y que yo supiera no sufrían tales humillaciones. Cuando llegaba la hora del bocadillo todos sacaban su bocadillo menos yo. El bocadillo se comía en el recreo o dentro de la clase, pero el recreo era jugar en un patio pequeño que más bien parecía una conejera que un patio de escuela. Yo, por razones dietéticas de mi madre, no llevaba bocadillo, ya que mi madre decía que el bocadillo nos quitaba el apetito para comer. Así que la hora del bocadillo era mirar a los demás cómo comían su chocolatina o sus bocatas de chorizo y cuando salía del colegio a la una me sentía desfallecido. Tenía más hambre que una rata hambrienta. Había un crió que llevaba siempre un bocadillo de huevo frito, Se llamaba Enrique Llamas y me llamaba mucho la atención cómo comía aquel bocata chorreando yema de huevo por todos lados. Curiosamente el destino quiso que en el año 1984 Enrique llamas y yo coincidiéramos en casa de un buen amigo americano que trabajaba en Torrejón. Su cara me era conocida y no sabía de qué, pero cuando empezamos a hablar y me descubre que había ido al Colegio de las Mercedes, pronto me di cuenta de quien era y le recordé sus bocadillos de huevo frito y los dos nos reímos, de lo lindo. Él no se acordaba de mí. En los años 80 trabajaba como ingeniero aeroespacial o algo parecido. La vida da muchas vueltas y sorpresas.

(seguiré)

Vital

1 comentario:

  1. INCREIBLE......
    D:RAFAEL UÑA Y MATA
    todo loq ue tenia su mujer de GRANDE lo tenia El de pequeño
    recuerdo las clases
    Su despacho con la mesa sulla de despacho llena de BOTLOSA DE PUROS de la cual El era asiduo .
    tantas cosas........de PEQUEÑOS.....
    cuntas cosas podia contar yo de aquel colegio.
    Efectivamente el patio donde daba las ventanas era el PATIO DELCINE LAS VEGAS...en cuya trasera se gualdaba los grandes carteles de auncio de las nuevas peliculas.

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