En el Madrid de entonces las líneas de metro eran pocas. La que solíamos utilizar para llegar al centro (a Madrid, decíamos los del barrio) era la de Ventas-Santo Domingo. Pero para llegar a Ventas había que coger el tranvía 5 que hacía la línea Manuel Becerra-Canillejas. El 5 lo cogíamos en La Cruz de los Caídos. En el año 57 era un tranvía Fiat de modelo algo anticuado. A mi me gustaba montar en el tranvía y ponerme adelante para ver la vía y al conductor. En caso de que no pudiese ir adelante me ponía en la parte de atrás y así seguí viendo la vía. Luego, una vez en el metro, seguía mirando por la ventanilla y observaba lo que podía dentro de los túneles teniendo en cuenta las estaciones que iba pasando, las cuales sabía de memoria. A veces veía túneles que se bifurcaban, o llevaban a alguna cochera. Los túneles me metían algo de miedo. No podía imaginarme quedar solo en uno de esos túneles. También me producía cierto pánico ver a la gente en los andenes muy próximos al límite. Cuando las estaciones estaban atiborradas aquello me producía un miedo real, por nada del mundo hubiera querido ver a alguien caer a la vía. Y qué decir cuando llegaba el tren y se producía la entrada y salida de gente ¿Cómo era posible que todo fuera tan rápido sin que nadie quedase atrapado con las puertas de cuchilla? En esa época tanto el metro como el tranvía y autobuses o trolebuses, tenían conductor y cobrador. En el caso del metro había un señor que se encargaba de abrir y cerrar puertas con una manivela y unos botones-timbre que avisaban antes de cerrar. Había una línea de tranvía que me gustaba viajar por el trayecto que seguía y la clase de tranvía que lo hacía. Era la línea Cruz de los Caídos-Arturo Soria, más adelante alargada por ambos lados y con mejores tranvías, San Blas-Plaza Castilla. Pero en el 57 todavía era posible montar en un modelo de tranvía antiguo sin puertas de aire comprimido, sino de cadena cruzada y con una terracilla en la parte de atrás que luego permitía la entrada al compartimiento general con puerta de madera. El trole era también de rueda que rodaba sobre el cable como lo hacían todos los tranvías de Madrid, en lugar de trole que rozaba contra el cable como los de Gijón en su día. Además aquel tranvía hacía un ruido especial de chirridos contra la vía siguiendo el paseo de Arturo Soria por su parte mediana toda ella plantada de pinos y con fincas y chales a un lado y otro también llenos de árboles y entonces parecía que el Arturo Soria Express cruzaba campo a través sin apenas estaciones que lo entorpeciera. Parecía de película de vaqueros. Lo pasaba pipa.
Un día iba en el tranvía 5 mirando la vía por la parte de atrás, cuando de repente notaba que me mareaba y me sentía mal. Empecé a sentir náusea y pequeños escalofríos. Cuando íbamos caminando por la calle Paradisea mi madre se dio cuenta que tenía fiebre. Solía caer enfermo de anginas y con fiebre como era el caso de muchos chiquillos, pero aquello resultó ser algo más. La terrible gripe asiática del año 57 estaba azotando España e iba dejando algún que otro muerto por el camino. Y la gripe nos golpeó a Rubén y a mí. Recuerdo que era el mes de octubre y casi todo el mes lo pasamos en la cama con fiebre alta y una debilidad que no nos permitía tenernos en pie. Recibíamos la visita del médico con frecuencia y hasta Don Rafael, el director del colegio de Las Mercedes había venido a casa, a la Colonia, a informarse de nuestro estado. Yo solo recuerdo un mes de de náuseas, de vómitos, de fiebre, de pesadillas por la noche, de frío-calor. Mis padres nos ayudaban a ir al váter. Fue un mes terrible. El Madrid del 57 carecía de modernos ambulatorios o clínicas y entonces había que ir a un médico de “la Iguala” que tenía consulta en Canillejas. A veces, cuando teníamos anginas, venía una practicante a casa y seguía siempre el mismo ritual. Primero prendía el alcohol dentro de un recipiente, luego pasaba la aguja por el fuego para desinfectarla con unas pinzas, luego absorbía la penicilina de una ampolla y acababa dando unos golpecito con los dedos a la jeringa de cristal para cerciorarse que no se formaban burbujas de aire.
Mi padre viajaba constantemente. Trabajaba en la empresa Atlas Copco que se dedicaba a la fabricación de maquinaria y tecnología para minas, principalmente martillos de aire comprimido y compresores. Él, entonces, tenía que hacer demostraciones por toda España con dicha tecnología, y pasaba largas temporadas fuera de casa. Disponía de una furgoneta SEAT que luego fue sustituida por un Land Rover largo. Cuando se quedaba en Madrid iba a trabajar al taller de la calle Pantoja en el barrio de Prosperidad. Curiosamente iba en bici, y, digo curiosamente porque nadie usaba bici para ir a trabajar en Madrid. El carácter abierto y social de mi padre hizo que conociese a casi todas las “cabezas” de familia de la Colonia y en casa, en ocasiones, se celebraban convites hasta tarde de los que formaban la asociación de vecinos. Estaba el abogado Vicente Lillo, un tal Eduardo Cendón, otro de apellido Morejón, también estaba el Sr. Andréu que vivía encima de nuestro piso; Ignacio Brea, del último piso, Enrique Martínez, padre de Kike y Jose, el Sr. Jiménez, padre de Fernando Jiménez, y otros. Recuerdo que a Rubén y a mí nos mandaban a la cama y el convite se tiraba allí en la salita, hasta largas horas de la noche hablando y comiendo buen chorizo, jamón y buen vino.
Al Colegio de las Mercedes llegó mi primo José Aurelio un mes de abril de 1958. Llegaba con la tía Menchu para asistir al futuro parto de mi madre. José Aurelio llegó y pronto pasó a ser parte de la banda de amigos de la Colonia. También empezó a asistir al Colegio de las Mercedes en la misma clase de la Srta. Carmen Lodeiro. Recuerdo que hubo un incidente en la clase posteriormente muy comentado en la familia. No recuerdo estar presente en tal incidente quizás por mi frecuente problema de anginas. Pero la cosa sucedió así según testigos presentes y posterior comentario de la profesora. Al parecer fue repasando el catecismo católico cuando la señorita hizo la siguiente pregunta: ¿Quién es el Papa? A lo cual José Aurelio respondió de acuerdo al estribillo que nos inculcaban en casa a modo de broma: “A fiyín, a ti si te pregunten quién ye’l Papa tu contestes: el que come fariñes y escapa” Y así fue la respuesta de José Aurelio a la señorita Lodeiro en voz alta ante toda la clase. La reacción de la señorita fue, por suerte, de sorpresa y risa. Si hubiese sido yo quizás me hubiese caído una paliza descomunal con la vara, pero José Aurelio estaba de paso y caía bien con su acento asturiano. El incidente se tomó por el lado humorístico y no pasó nada.
Ana y yo seguíamos caminando por la Colonia después de haber cruzado la puerta de hierro de seguridad. La chica hispanoamericana nos había dejado pasar y la Colonia parecía más bien muerta. Ahora en el año 2008 quién sabe quién viviría ahí, qué chiquillos juegan, qué historias se estarán desarrollando. Todo sigue su curso. De repente llegamos a la ventana de la letra H-2º derecha que mira a la FEMSA y recordé inmediatamente la foto que hay en archivo familiar donde salen mi madre y la tía Menchu. Había dicho que Menchu había venido junto con José Aurelio a asistir a mi madre para el parto de la criatura que estaba de camino. Era la primavera del 1958 y desde aquella ventana todavía se podía ver hasta muy lejos. No sólo el complejo deportivo de la FEMSA, sino también los incipientes rascacielos de San Blas un tanto lejos. Pero aún se podían divisar el horizonte de los infinitos campos de trigo del sudeste de Madrid en dirección Coslada y Vicálvaro; aunque la calle Albasanz comenzaba a cobrar forma por detrás de la FEMSA en dirección a Canillejas. Era la calle Albasanz la que empezábamos a seguir Rubén y yo para alejarnos del barrio y cruzar el barrio del Negro y los basureros y el riachuelo que por allí pasaba sembrado de tomates silvestres y olor a alcantarilla y agua enjabonada y algún que otro gato muerto y pudriendo. Albasanz acababa en esa época en una serrería, pero más tarde ya a punto de volver a Madrid esta calle ya era una vía de próspera e incipiente urbanización que nos conectaba con un futuro en rápida formación. Los basureros en el 58 eran verdaderas montañas a donde se nos ocurría escaparnos en ocasiones y allí encontrábamos de todo, desde frascos de laboratorio, pasando por juguetes viejos, por muebles, restos de escayolas de todo tipo, chapas de cerveza. Y, en dirección contraria, es decir a Ventas; ya empezábamos a explorar nuevas calles, nuevos barrios y barriadas. La Avenida Hermanos García Noblezas, cerca de La Cruz de Los Caídos dejaba (en el 57), todavía entrever lo que habían sido unas afueras de Madrid medio rurales, con viejas fincas abandonadas y dehesas ya duras y apisonadas que servían de solares para aparcar camiones o algún que otro campamento gitano. Todavía se podían ver las parras con uvas en el verano y algún aljibe abandonado. Es más, en la calle Argos vivía un tal Luisito con su abuelo en una finca de este estilo. Luisito jugaba con nosotros en la Colonia, pero el guarda Rufino lo echaba a veces porque en la Colonia sólo podíamos entrar los que vivíamos allí. Entonces nos íbamos con Luisito a su finca medio abandonada y allí estaba su abuelo en el verano sentado bajo las moreras, las higueras y las parras y fumando caldo. Cuando el abuelete abría la boca tan sólo había un par de dientes de color amarillo tirando a marrón oscuro y me fijé que cuando comía pan lo reblandecía con agua para poder tragarlo. La finca de Luisito era grande, pero podía entrar quien quisiera y la casa estaba en estado lamentable con lámparas de carburo en la cocina y agua de pozo para beber. A la finca de Luisito, que era muy buen crío, íbamos a subirnos a los árboles y a comer uvas y higos con permiso del abuelo.
Más tarde se cerró la finca y así quedó: abandonada. De Luisito no supe más, pero a la calle Argos, todavía sin asfaltar, íbamos en invierno a bajar por la cuesta en patinete con ruedas de rodamiento que cogíamos en la basura de los talleres que había por la misma calle o en la calle Caunedo, cerca del colegio de las Mercedes. Subíamos hasta cerca del colegio de monjas de la Virgen del Cobre (todavía existe) y desde allí bajábamos montados en los patinetes de madera a toda leche y que yo sepa, salvo alguna caída estrepitosa, nadie requirió nunca de más auxilios que el agua oxigenada o la mercromina que ya se empezaba a usar. Mi padre nos había hecho un patinete que tenía una especie de freno y el guía estaba labrado con una escofina y era una pasada. A la calle Argos íbamos a coger hojas de moreras, así como a la antigua finca de Teddy; para alimentar los gusanos de seda que coleccionábamos los chavales de la Colonia y el barrio. Hubo furor de gusanos de seda y todos teníamos una caja de zapatos llena de gusanos y hacían el capullo y luego se convertían en mariposas blancas. Todo aquello era motivo de continua observación. Quizás me haya olvidado de las colecciones de cromos que todos los chavales coleccionábamos y que también mi madre era aficionada y recuerdo la colección de piratas tan interesante (recordemos que no había televisión), y la de futbolistas con dos colecciones: la de cabezones o caricaturas y la de fotos. Luego estaban las colecciones de animales o las de películas como la de Marisol, Un Rayo de Luz. Si íbamos al cine solíamos ir al los cines de la calle Aragón (ahora Alcalá). Empezábamos por el Mundial, luego venía el Lepanto, luego el Aragón y más allá el Ideal y el Iberia, este cine ya miraba a la Plaza de Las Ventas. Luego ya se construyeron cines modernos de pantallas gigantes como el cine Las Vegas en García Noblejas o el California en Ciudad Lineal en una zona residencial de pisos buenos, tipo de construcción pionera de lo que es hoy Arturo Soria y sus complejos de apartamentos y pisos caros.
(seguiré)
Vital de Andrés
El colegio se llamaba Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, casi ná. A ese fui yo hasta los 10 años.
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