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martes, 29 de junio de 2010

LA COLONIA XI: AQUEL VERANO DEL 58

Los veranos de la Colonia eran una auténtica orgía de juegos para los críos. Empezábamos por la mañana bien dormidos, poníamos un pantalón de deporte y un niki con unos playeros, y ya estábamos listos para emprender una guerra de pistolas de agua entre grupos o bandas que se iban formando a lo largo de la mañana. A veces no poníamos ni niki y andábamos medio desnudos jugando como cosacos hasta la hora de comer. Los patios de la Colonia estaban cubiertos por chopos de hojas grandes que hacían de sombrilla en esos calurosos veranos madrileños. Luego, la parte de atrás de la misma, estaba casi siempre sombreada por los edificios. Una guerra de pistolas de agua implicaba usar los registros de conexión de mangueras de los patios y de ahí cargar de munición los depósitos de las armas. Así que tres o cuatro registros de agua quedaban abiertos para tal efecto y la guerra seguía sin tregua. La posibilidad de vencer a un enemigo y competir con él con mejores armas era lo que daba estímulo a la mayoría de los juegos. Sin ese elemento de competitividad los juegos perdían interés o se convertían en juegos de “niñas”, aunque algunas niñas eran buenas guerreras también y menospreciaban los juegos de “la cocina” o de “las muñecas para jugar a juegos de “niños” donde se pasaba en grande. A veces niños y niñas jugábamos a “los médicos” y entonces había en ello un elemento de morbo cuando se tocaban o se veían ciertas partes. Se jugaba muy pocas veces a “los médicos” y, cuando ello ocurría, solían ser los más mayores los que más interés y morbo ponían. Recuerdo que una incitadora de este juego era Ester, una chica andaluza de la familia del conductor de metro que eran de Córdoba y eran muchas hermanas, todas ellas muy lenguaraces y cotillas. Ester era un par de años más mayor que yo y tenía ese sentido materno de curar a los niños más pequeños desnudándolos, para luego simular lavarlos en un barreño y así vestirlos limpios y curados. Pero había otros juegos mixtos donde niñas guapas como Isabelita, o Mari Sol, o Piedad o Pili se unían a nosotros para jugar al “rescate” o a “policías o ladrones”. Parte del mes de junio y todo julio transcurría así. Lo único que se interfería en más juego eran las horas de siesta. En aquel Madrid el tiempo que iba de las 2:30 hasta las seis era tiempo sagrado. Había que guardar el mismo silencio que en la noche. No se podía meter ningún ruido porque siempre había algún vecino listo para llamar la atención y reñir. La siesta era para dormir o descansar. Pero en nuestra familia no existía tal tradición y nunca echábamos la siesta, lo que podía resultar un aburrimiento a matar como fuere. Yo salía al patio alguna vez y jugaba solo. Con las manos hacía carreteras sobre la arena seca del patio y luego cualquier lata de sardinas o trozo de ladrillo podía ser un coche o un autobús que circulaba por todo el patio. Me lo pasaba en grande haciendo algún que otro puente o pueblos imaginarios.

Otro juego del verano eran las cañerías. Para ello cogíamos ladrillos rotos de alguna obra cercana y los preparábamos como tuberías que se bifurcaban por un sitio y otro. La parte de atrás era el sitio más propicio para excavar y colocar las “tuberías” cuesta abajo, luego echábamos agua y ¡eureka! Otro juego era usar un bote de conserva grande atravesado con una manivela de alambre grueso. Luego con un bramante íbamos enganchando latas de sardinas cargadas de arena como si fueren vagones de tren empujados por la manivela. Si el bramante era largo tanto mejor y mejor lo pasábamos. Ya describí el jockey más arriba, casi todos teníamos una garrota o palo de jockey hecho por nosotros o nuestro padre y hacíamos liguillas de jockey de intensa emoción. En aquel tiempo no se compraba nada por que era caro. Hasta un balón resultaba caro y eran pocos quienes lo tenían. La capacidad de inventiva era infinita y el aburrimiento era una excepción en aquella cerrada sociedad infantil de la Colonia. Lo único que nos hacía de rabiar era cuando nuestras madres nos llamaban para hacer un recado. Entonces había que interrumpir el juego y eso era algo insoportable. También recordé en otro capítulo las “olimpiadas” que solíamos hacer con saltos de longitud, de altura, lanzamientos de peso, carreras, lucha libre, etc. Veranos de juego sin tregua.

Pero en agosto la Colonia entraba en un letargo. En agosto Kike y Jose se iban a Cuernavaca, Murcia, a pasar todo el mes. Cogían el coche Hispano Suiza más antiguo que la Carracuca y se iban a Murcia todo el mes. Juani y Clemen se iban al pueblo de Cebreros en Ávila. Alavarito se iba a Cenicientos. Los Valcárcel y los Andréu se iban a Valencia, otros a pueblos de Burgos o de Cuenca donde había ríos para bañarse y la abuela o los tíos del pueblo les daban bien de comer. El caso era que la Colonia se quedaba vacía de gente y se volvía triste. Algún mes de agosto lo tuvimos que pasar en la Colonia y eso si que resultaba aburrido y desesperante sabiendo que tus mejores amigos estaban disfrutando como animalillos por montes, ríos y bosques. Otra costumbre de julio era ir al “río” los domingos. Así que muchos domingos por la mañana se montaba un éxodo de vecinos en vespas con sidecar donde iban hasta cinco o seis personas. Otros iban en un coche línea que los llevaba hasta San Fernando donde había una especie de playa fluvial en el Jarama.. Nosotros nunca llegamos a ir “al río”, pero a juzgar por lo que contaban nuestros amigos, se pasaba bomba. No obstante el verano del 58 fue un verano intenso para mi familia. A mediados de junio Rubén se fue a Asturias con mi tío Ángel. Mi madre y yo quedamos en Madrid hasta julio y luego vino mi padre a recogernos con el SEAT de Atlas Copco para llevarnos a Extremadura. Mi madre vivía momentos muy tristes debido a la muerte de Glenda meses atrás y aquella salida venía bien para cambiar un poco de aires. Para mi eso olía a aventura de la grande. Ir en coche ya era mucho, pero además ir a sitios desconocidos cruzando ríos como el Tajo y el Guadiana era lo máximo.

Salimos muy temprano por la mañana y todo el viaje fue una continua absorción de paisaje y una consulta persistencia en saber en qué parte del mapa estábamos. Pasamos varios días en Mérida y Don Benito. En este último pueblo estuvimos alojados en el Hotel Miriam que era el mejor hotel del pueblo y desayunábamos buenos bollos y magdalenas con servicio de camareros en una terraza de “señores.” Mi madre y yo paseábamos por esos pueblos grandes y nos llamaba la atención el modo de vida de la gente y la pobreza. Muchos niños andaban descalzos. Mi padre no podía estar con nosotros porque trabajaba haciendo demostraciones de excavación en el pantano de Cíjara del famoso Plan Badajoz. Un día mi madre y yo vimos, en Villanueva de la Serena, una vieja que llevaba una enorme llave de casa. Fue una escena simpática que siempre recordamos. Me viene a la memoria los mercados, los chorizos, las fritangas; el intenso calor extremeño. Pasados unos días un señor de Atlas Copco vino a recogernos al Hotel Miriam con un coche y nos llevó a Talarrubias en un viaje que para mí era como recrear las películas del Oeste americano. El coche, después de unas horas, por la carretera general, se desvió por otras carreteras secundarias polvorientas o con guijo a través de montañas secas y pueblo con casas de adobe o piedra muy solitarios. Y así fuimos por algunas horas más hasta llegar al pueblo destino. Talarrubias era un pueblo grande situado cerca del pantano de Cíjara. Quedamos alojados en una pensión del pueblo. Era medio día y estábamos cansados pero con hambre. Fuera hacía muchísimo calor. Yo dormité por un tiempo, pero luego quería saber dónde estaba. Además tenía hambre y había que buscar dónde comer algo. Mi madre, sin embargo seguía en la cama metida en su tristeza y presagiaba que podríamos estar allí por mucho tiempo más encerrados en una habitación que aunque el ventilador estaba en marcha, hacía un calor de respeto. Me daba cuenta que a mi madre le costaba enfrentarse a una nueva situación de sitio nuevo, de gente desconocida. ¿Qué hacer?
Fue entonces cuando llamó alguien a la puerta. Yo miré a mi madre y esta se asustó un poco. Volvió a sonar la puerta y entonces abrimos. Era la señora de la pensión que venía a invitarnos a comer. Fuimos en un momento y allí en el comedor habái gente de su familia que uno a uno nos fueron saludando con efusión e invitándonos a beber y a comer carne sabrosa y una sopa y fruta. Después nos fuimos todos a un patio bajo la sombra de una parra y allí nos fueron preguntando cosas y todos entramos en una conversación agradable. Aquella gente nos ofrecía su hospitalidad sin reservas. Yo rápidamente fui conociendo a los chiquillos del pueblo y me pasé un mes de órdago jugando en Talarrubias día y noche. Mi madre pronto entabló amistad con aquellas buenas señoras y la fueron enseñando el pueblo y más gente y nuestra estancia en Talarrubias resultó ser uno de mis mejores recuerdos. Cuando llegó mi padre ya éramos parte de la vida del pueblo. Recuerdo que de nuevo veíamos niños descalzos. El pueblo era pobre pero la gente era de lo más amable. Sus casas estaban abiertas para nosotros y el paisaje que lo rodeaba era de montaña agreste seca pero con un encanto de película de indios. Todavía puedo ver la escuela de verano que se hacía en las escaleras de una especie de portalón. La maestra se ponía abajo y los chicos se sentaban en los escalones con sus pizarras o cartillas Rayas. Cuando hubo que volver a Madrid, yo no quería, aquel pueblo me había dado mucho. No recuerdo los nombres de los muchos amigos que hice y que me enseñaron todos los rincones del pueblo y sus afueras. Las noches de juegos a la luz de la luna llena y el olor a campo seco vividas hasta la embriaguez. Pero hubo que irse.

Mi padre llegó con la furgoneta y una tarde después de comer y la emprendimos en dirección Madrid. Pasamos el Guadiana en la barca de Pedroche. Al no haber apenas puentes pues había barcas y la carretera de Talarrubias hasta la general de Madrid que se unía en Aldeanueva de San Bartolomé era toda ella una carretera de guijo o polvo en medio de la nada. Los niños de los barqueros nos pidieron bolígrafos y luego seguimos ya de noche hasta Sevilleja de la Jara. Mi padre estaba preocupado por la gasolina ya que quedaba poca. En Sevilleja tuvimos que buscar un sitio para dormir, pero el pueblo ya metido en la noche parecía muerto. Por suerte, alguien que llevaba una lámpara de carburo, nos indicó una “fonda” no muy lejos de allí. Llamamos sin respuesta por unos minutos. Al cabo de un tiempo nos abrió una señora mayor vestida de negro y la cabeza cubierta por un pañuelo. Al saber lo que queríamos nos llevó a una habitación del primer piso del antiguo caserón y allí nos enseñó una enorme cama con un gran bulto en el medio y en la cual habríamos de dormir todos. Bajamos a cenar y vimos a la misma señora cortar la carne delante de nosotros en una cocinota que tenía un fogón tipo chimenea y allí, en un cazuelo, colocó la carne a guisar. Creo que me supo todo a gloria pues luego dormí como una exhalación sin saber qué lado del bulto de la cama me había tocado. Por la mañana ya sólo era coger la carretera general a Madrid. No obstante hicimos parada en Talavera de la Reina para comer y ya de noche llegamos a Madrid. Había sido toda una aventura.

(seguiré)

Vital de Andrés

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