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martes, 29 de junio de 2010

LA COLONIA X.: LA SANTA VENGANZA

Los que íbamos a la clase de Fael sabíamos cuando estaba de malas. Las lenguas, buenas y malas, decían que no había muy buena relación entre la Srta. Antoñita y Don Rafael. A veces Fael amanecía con una expresión tensa, algo así como si una rabia infinita le estuviese corroyendo y entonces ese día nos llovían palos casi seguro y bajo cualquier pretexto. Tenía la costumbre de dejar a alguno de sus favoritos de guardián mientras él se ausentaba de clase por cualquier razón. Solían ser Bernardo Cañas, Fidelín u otros. Había una parte de la clase en la cual alguien que dibujaba bien, salía al encerado y dibujaba el tema del día. Los temas variaban, pero se centraban en la historia de España y en la reciente historia de la guerra civil. Fael era fanáticamente franquista. Su pasado sospechábamos habría sido falangista, pero Fael llevaba mal su estatura; su cuerpo guardaba proporciones de adulto pero en escala diminuta. Era demasiado bajito para un hombre que pretendía ser demasiado hombre. Los dibujos eran sobre los conquistadores de América, sobre escenas de José Antonio, Franco, el estudiante Matías Montero muerto vendiendo periódicos falangistas antes de la guerra del 36; algún santo o santa, o también, eso hay que agradecérselo, de inventores o prohombres de la historia con alguna escena importante de su biografía. Esta era la época en que ya dejaba de llevarnos a misa a Rubén y a mí los domingos y parecía que las cosas se iban ablandando. No obstante todavía me soltaba de vez en cuando alguna frase con sorna sobre mi padres que no iban a misa o levantaba el puño en clave comunista para recordarnos que sobre nosotros recaía alguna sospecha de herejía de la gorda. Fernando Jiménez, ya lo he mencionado, llevaba sufriendo larga persecución por ser protestante, y, después de serias discusiones de despacho con su padre presente, se vio obligado a dejar el colegio. Para ser justos Don Rafael podía ser una persona simpática, con mucha dosis de ironía o humor y las clases, en muchas ocasiones, podían resultar entretenidas e interesantes llenas de anécdotas y cierta profundidad; pero en ocasiones tenía salidas de irracionalidad de taberna, de arrebatos humilladores, de total crueldad y violencia con aquel a quien tenía manía u odiaba.. Había cosas que no soportaba. Había cosas absolutamente sagradas que no podía transigir. Fuere lo que fuere aquella mañana Don Rafael dio la clase con toda normalidad y no parecía que nada anormal le estuviere afectando. Yo, de hecho, empezaba a sentirme más cómodo en sus clases.

Aquella clase de un día de la primavera del 60, todo iba normal. Pero en un momento dado hizo lo que solía hacer, se ausentó y dejó encargado al que estaba dibujando la escena del día encargado de apuntar a los que estaban hablando. Era una vieja costumbre del colegio y ya sabíamos que si quedábamos apuntados, o una de dos, o nos caía una ristra de hostias, o; de lo contrario nos quedábamos sin recreo o una hora más o las dos cosas a la vez. Así que Fael se ausentó y unos hablaban y otros no y todo dependía de la amistad o gracia del apuntador. En un momento dado cual fue mi sorpresa al ver mi nombre apuntado en el encerado sin saber por qué, que sin más cogí e hice una pelotilla y la tiré al encerado con mano ciega. Pero la mala suerte quiso que esa pelotilla fuese directamente al cuadro de Franco que junto José Antonio a un lado, presidía la clase en el centro mismo de la pared por encima del encerado. Como la pelotilla estaba mascada y con saliva se quedó allí pegadita cerca del rostro santificado del Generalísimo. Pegada en el cuadro y sin posibilidad de quitarla. Horror.

No tardó mucho tiempo en aparecer Don Rafael. Entró y lo primero que vio fue la pelotilla allí pegada o clavada, diría yo. Se quedó quieto y vimos, toda la clase, cómo su rostro iba transformándose de un color pálido a otro rojo de ira y ahí, justo ahí en la ira, santa irá de camarada falangista; fue donde quedó. Todos estábamos aterrorizados, acojonados. Todos conteníamos la respiración porque sabíamos que iba a pasar algo y algo gordo. Don Rafael se puso en frente de la clase y con voz hueca, dura, áspera, seca y tensa (todo al mismo tiempo) preguntó:
“¿Quién ha tirado esa pelotilla a Franco?” Luego repitió “Nadie sale de esta clase sin yo saber quién tiró esa pelotilla al Generalísimo” Y luego, “Por el bien de todos, es mejor que el que haya sido salga, de lo contrario empezaré a castigar uno por uno.”
Yo entonces pálido, nervioso hasta el paroxismo decidí levantar la mano y así evitar cualquier daño o castigo a mis compañeros. Don Rafael me mandó salir al frente murmullando algo así como: “Tú tenías que ser.” Así que salí al frente y lo primero que sentí fue que caía al suelo. Me levanté aturdido y otro bofetón me tumbo contra un banco. Sangraba por las narices y no acertaba a saber qué me estaba pasando. Me siguió arreando y yo entré en un estado de paroxismo total. Debió de asustarse porque entonces me cogió del brazo y me dijo: “Ahora siéntate ahí”, indicándome su silla y dándome su pañuelo para que me secara la sangre.. Y allí quedé por un tiempo. Todos en silencio. Silencio total. Terror. Luego me mandó volver al sitio con el pañuelo cubriendo la nariz. Tenía los oídos zumbantes, pero no sentía nada. Mi estado era de total indiferencia. No sentía nada: ninguna emoción, ningún sentimiento. Podría haberme vuelto contra Fael y estrangularle con toda tranquilidad sin remordimiento alguno. Pero quedé sentado en el pupitre y de repente empecé a llorar, rompí a llorar de rabia contenida. Cuando la clase acabó, no contento con la paliza, Fael, Don Rafael, Don Rafael de Uña Mata, me mandó esperar y me dijo que me tenía que quedar hasta las siete todos los días de aquella semana. Y así fue.

Yo no sé si en mi casa se habían enterado, no sé si Rubén se había enterado de la paliza brutal. El día de hoy que no sé si dije algo en casa o no lo dije o no supe decirlo o cómo decirlo. Las cosas siguieron como si no hubiese pasado nada. Era una época en que se hacía siempre más caso al profesor que al chiquillo. Era lo normal, pero aquello no había sido normal.

(seguiré)

Vital de Andrés

(Cuando acabé el curso siguiente ya volvíamos a Asturias, pero en Asturias me esperaban las venganzas terribles y violentas de un cura sádico que también la tomó conmigo y me machacó a palos lo que pudo. Y el cura también objetaba que conocía a mi familia y sabía quienes éramos. ¿Quiénes éramos? Pero ese será otro tema futuro).

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