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martes, 1 de noviembre de 2022

A LA BÚSQUEDA DE LOS ESPÍRITUS

Siempre quise ver algún fenómeno del más allá, o sea, del otro lado invisible de la vida. Jamás pude conseguirlo salvo en sueños o pesadillas sin continuidad con la luz del día y la normalidad del trabajo, casa y calle. Sin embargo, en ciertos momentos de tranquilidad y en horas nocturnas de noche serena que te hacen mirar por la ventana hacia la luna llena o el cielo estrellado en luna nueva, pues un sentimiento profundo o intuición misteriosa se apoderaba de tí y te hacía pensar que no estábamos solos en este planeta y que el impedimento de no ser capaces de ver más allá era debido a nuestros sentidos y nuestro cerebro no cualificado más que para procesar realidad limitada. Había como una prohibición que nos hacía inhábiles más allá de cierto umbral o frontera. Quizás umbral, pues a pesar de tales limitaciones físicas propias de nuestro cuerpo, sin embargo había algo más que parecía querer superar tales limitaciones sensoriales y orgánicas, para adentrarse en lo desconocido. Eran esas intuiciones misteriosas las que expandían la conciencia en momentos especiales de relajación, cuando se alcanzaba un umbral incierto, inexpresivo, indefinible; pero inquietante y desconcertante al mismo tiempo.


Una noche me dejé llevar por tal intuición al modo de una partícula metálica atraida por un imán poderoso de origen desconocido. Fue como un arrebato místico, pero sin objetivo divino que alcanzar, más bien un abandono hacía la gran incógnita del misterio. De repente había perdido la noción del tiempo y avanzaba en un espacio fuera de mi cuerpo. En un instante me vi recorriendo inmensidades espaciales plenas de estrellas y astros, fui testigo de cataclísmos cósmicos inimaginables por el profeta apocaliptico más extremo; no poseía punto de apoyo alguno dentro de mi consciencia y la navegación era absolutamente caprichosa. Simplemente, no iba a ningún sitio.

Volví. Pero no volví a mi ventana de barrio de extrarradio de ciudad. Retorné a un paraje de bosque descomunal, de árboles impíamente gigantéscos en competición por sabe Dios qué luz los alimentaba allá en los cielos tan distantes que en el suelo del bosque reinaba la más extraña penumbra o más bien luz espectral que dejaba ver el aspecto inhumano de tal paraje. Pero, a pesar de mi desconcertada sorpresa, no sentía miedo. No podía caminar, pues sólo me movía como lo hace el viento o una partícula de polvo errática. Al instante en mi nuevo tiempo o no tiempo, pude divisar luces, o chispas intermitentes que comenzaron a emerger sin ton ni son desde las profundidades del bosque. Me di cuenta de que yo mismo o lo que fuése en términos de más allá u otro mundo, era también una luz palpitante. Me perdía en una eternidad o infinito que impedía cualquier anclaje a forma o arquetipo alguno capaz de darme sentido. En una palabra me disolvía, pero sabía que me estaba disolviendo, lo cual quería decir que alguna conciencia trascendente a la mía o algo dentro de mí trascendente a mi yo tomaba el relevo. Vi muchas luces parpadeantes y palpitantes moviéndose en direcciones varias. Algunas se dirigían hacia el techo del bosque, otras merodeaban bajo la espectral luz del mismo. Otras desaparecían.

Y de repente, fue el silencio. Todo quedó en absoluto silencio. El bosque comenzó a desaparecer de mi vista y al cabo de un momento me vi apoyado sobre la ventana de mi casa en el barrio de extrarradio de mi ciudad. Volví a recobrar el sentido normal de la cotidianeidad, pero aquella experiencia quedaba gravada en mi alma. Ahora sabía que tenía un alma. Sentía miedo de tener que ir a dormir. Pero aquella noche los sueños fueron alegres y esperanzadores.