Buscar este blog

martes, 4 de noviembre de 2025

EL HOMBRE QUE NO SE COMÍA UN ROSCO

Iba a una discoteca oscurecida por un color rojizo. El color rojizo difuminaba su figura. Su rostro. La música inundaba los espacios. Las paredes también estaban aterciopeladas de rojo. El local se distribuía en espacios más bien discretos que permitían a las parejas gozar de cierta intimidad. El color rojizo se oscurecía más en ciertas esquinas o cuartos semicerrados. La música siempre sonaba. No había silencios. Era una continuidad de música rock o melodías suaves que incitaban al baile apretado, apasionado de deseo, de presión erótica.

Nuestro personaje iba solo. Era un tanto extraño ir solo a una discoteca donde la mayoría de clientes solían ir con su pareja, o sus amigos, o su pequeña pandilla de alegres amistades en busca de la apertura a una más estrecha intimidad. Todos encontraban su sitio, sus espacios, sus asientos mullidos. Los camareros recogían los pedidos de bebidas y pronto iban sirviendo las dosis de alcohol necesarias para ir templando el ambiente. Rojo. Color rojo. Algo demoníaco tiene el color rojo. La incitación a la concupiscencia, a la voluptuosidad; a trasformar la libido en sexo, crudo sexo que habría de esperar su satisfacción.

Nuestro personaje se sentaba solo. Escuchaba la música solo. Miraba a la gente que iba a bailar a la pista salpicada de luces psicodélicas. Todavía pocas parejas. Chicas hermosas de minifalda exponiendo sus bellas piernas bien torneadas y curvándose al son del ritmo trepidante del rock. Hombres vestidos para el momento, con apariencia informal, pero la ropa se veía bien escogida y casi diríamos que cara. No decimos muchachos porque los hombres ya comenzaban a salirse de los veinte y podríamos decir que eran gente con ganas de alargar su satisfactoria soltería. Hombres de profesiones estables y sueldos aceptables que disfrutaban de parejas ocasionales, o quizás ya se habían decidido a estabilizar alguna relación con visos a continuidad.

Nuestro hombre seguía solo. Nadie parecía conocerle, ni él conocía a nadie como para entablar una conversación de buenas tardes. ¿Tímido? ¿Raro? ¿Introvertido? ¿Una persona curiosa dedicada a la observación sociológica de estos lugares de elegante lujuria? Nunca lo sabremos. Lo curioso era que en ocasiones se levantaba, se dirigía hacia la pista y se ponía a bailar solo. Visto ahora en el centro de la pista y bajo las miradas más bien indiferentes de las chicas, parejas o personas en general, nuestro hombre vestía de forma no exactamente adecuada para un ambiente que requería de cierto gusto y estilo; pero que si alguien no sabía exactamente cómo adaptarse, se notaba una disonancia pretenciosa que podría ser juzgada de hortera. Creo que era así cómo nuestro hombre encajaba en tal discoteca.


Bailaba y bailaba. Pero ninguna chica se veía atraída por él. Se habían dado cuenta que al arrimarse algunas veces para insinuarles bailar, se sentía torpe, seco, la voz se distorsionaba. A veces la distancia era demasiada y la mirada descentrada. Digamos que nuestro hombre no ofrecía confianza. Era un rarete, un tipo quizás despistado, desplazado, inadaptado, o alguien con un pobre trabajo que intentaba aparentar lo que no era y por lo tanto estaba fuera de lugar. O quizás no. Algunas chicas lo comentaban con sus hombres de aspecto seguro y viril: "Ese chaval parece autista", o " a mí ese chico me da cierta lástima", o "yo creo que necesita que le demos un poco de entrada, pero me da no sé qué bailar con él".

Nuestro hombre, mientras tanto seguía bailando solo por un tiempo. Luego se volvía a su sitio y seguía bebiendo cubalibres de ron hasta que llegada cierta hora ya tarde y aburrido, se iba tal como había llegado. Es decir, no se había comido un rosco aquella tarde-noche, ni los días anteriores, ni tampoco al día siguiente.