Iba a una discoteca oscurecida por un color rojizo. El color rojizo difuminaba su figura. Su rostro. La música inundaba los espacios. Las paredes también estaban aterciopeladas de rojo. El local se distribuía en espacios más bien discretos que permitían a las parejas gozar de cierta intimidad. El color rojizo se oscurecía más en ciertas esquinas o cuartos semicerrados. La música siempre sonaba. No había silencios. Era una continuidad de música rock o melodías suaves que incitaban al baile apretado, apasionado de deseo, de presión erótica.
Nuestro personaje
iba solo. Era un tanto extraño ir solo a una discoteca donde la mayoría de
clientes solían ir con su pareja, o sus amigos, o su pequeña pandilla de
alegres amistades en busca de la apertura a una más estrecha intimidad. Todos
encontraban su sitio, sus espacios, sus asientos mullidos. Los camareros
recogían los pedidos de bebidas y pronto iban sirviendo las dosis de alcohol
necesarias para ir templando el ambiente. Rojo. Color rojo. Algo demoníaco
tiene el color rojo. La incitación a la concupiscencia, a la voluptuosidad; a
trasformar la libido en sexo, crudo sexo que habría de esperar su satisfacción.
Nuestro personaje
se sentaba solo. Escuchaba la música solo. Miraba a la gente que iba a bailar a
la pista salpicada de luces psicodélicas. Todavía pocas parejas. Chicas
hermosas de minifalda exponiendo sus bellas piernas bien torneadas y curvándose
al son del ritmo trepidante del rock. Hombres vestidos para el momento, con
apariencia informal, pero la ropa se veía bien escogida y casi diríamos que
cara. No decimos muchachos porque los hombres ya comenzaban a salirse de los
veinte y podríamos decir que eran gente con ganas de alargar su satisfactoria
soltería. Hombres de profesiones estables y sueldos aceptables que disfrutaban
de parejas ocasionales, o quizás ya se habían decidido a estabilizar alguna
relación con visos a continuidad.
Nuestro hombre seguía solo. Nadie parecía conocerle, ni él conocía a nadie como para entablar una conversación de buenas tardes. ¿Tímido? ¿Raro? ¿Introvertido? ¿Una persona curiosa dedicada a la observación sociológica de estos lugares de elegante lujuria? Nunca lo sabremos. Lo curioso era que en ocasiones se levantaba, se dirigía hacia la pista y se ponía a bailar solo. Visto ahora en el centro de la pista y bajo las miradas más bien indiferentes de las chicas, parejas o personas en general, nuestro hombre vestía de forma no exactamente adecuada para un ambiente que requería de cierto gusto y estilo; pero que si alguien no sabía exactamente cómo adaptarse, se notaba una disonancia pretenciosa que podría ser juzgada de hortera. Creo que era así cómo nuestro hombre encajaba en tal discoteca.
Bailaba y
bailaba. Pero ninguna chica se veía atraída por él. Se habían dado cuenta que
al arrimarse algunas veces para insinuarles bailar, se sentía torpe, seco, la
voz se distorsionaba. A veces la distancia era demasiada y la mirada
descentrada. Digamos que nuestro hombre no ofrecía confianza. Era un rarete, un
tipo quizás despistado, desplazado, inadaptado, o alguien con un pobre trabajo
que intentaba aparentar lo que no era y por lo tanto estaba fuera de lugar. O
quizás no. Algunas chicas lo comentaban con sus hombres de aspecto seguro y
viril: "Ese chaval parece autista", o " a mí ese chico me da
cierta lástima", o "yo creo que necesita que le demos un poco de
entrada, pero me da no sé qué bailar con él".
Nuestro hombre,
mientras tanto seguía bailando solo por un tiempo. Luego se volvía a su sitio y
seguía bebiendo cubalibres de ron hasta que llegada cierta hora ya tarde y
aburrido, se iba tal como había llegado. Es decir, no se había comido un rosco
aquella tarde-noche, ni los días anteriores, ni tampoco al día siguiente.