Llegué a la prisión por un caso del cual no podía recordar. Solo
sabía que era una especie de trámite que había de seguir pero sin más importancia
y que además mi salida era segura en poco tiempo. Pero no había manera de
recordar la razón objetiva por la cual entraba en prisión. Así que fui poco a
poco habituándome al ambiente de aquella cárcel que en principio no sabía ni
donde estaba situada. Pero era una cárcel antigua y las instalaciones
resultaban desagradables. Fui poco a poco conociendo las instalaciones, las
celdas, los sitios comunes y siempre con la sensación de que era muy
provisional mi estancia allí. Pero por muy necesariamente provisional que fuera
volvía a experimentar el agobio de estar bajo un cuidado, bajo una tutela, bajo
un control. Esa sensación de que mi vida no me pertenecía; de que otros eran los
que dirigían y planifican mi persona.
Fui habituándome a los mandos; a los reclusos que me parecían
gente muy normal y no malos compañeros. Temía por las personas peligrosas y que
de alguna manera habría de chocar o rozar con delincuentes agresivos. Pero no
sucedía nada. Cumplía con mis obligaciones y sorprendentemente casi siempre
estaba en salas comunes. Pero era una vida un tanto irregular; sin una
continuidad en el tiempo normal: era más bien un tiempo discontinuo que me hacía
cambiar de espacios y de personas y situaciones de forma. Y como trasfondo de
mi experiencia siempre la idea de estar muy provisional, aunque la
provisionalidad no sabía a qué obedecía, ni en base a qué razones se
justificaba. No sabía el motivo de mi estancia. Seguía caminando, moviéndome
por las galerías y entre enrejados que separaban zonas de la prisión. Y el sentimiento de agobio ante mi indefinición. Indefinición, esa era la palabra que lo “definía”
todo.
Esperaba correo de afuera, quizás alguna visita, pero no
llegó más que una carta de mi familia a quien recordaba con intensidad en
ocasiones. Mi padre, mi madre, hermanos, etc. Cuando llegó la carta de mi
familia pude reconocer la letra de mi padre, pero no podía entender lo allí
escrito. Había un membrete relacionado con algo que no tenía razón de ser y que
no era capaz de recordar una vez intentado leerlo. El resto del texto era la
letra de mi padre que evocaba mi familia, mi casa familiar; pero sin ser capaz
de descifrar las letras. Todo el texto flotaba en una especie de vapor borroso
que evocaba buenos deseos, un deseo de gran afecto; pero no transcribía nada
legible.
En un momento de aquel tiempo discontinuo me dejaron salir a
las partes externas de la prisión. Los guardas eran majos y me indicaron una
especie de jardín donde paseaban presos; más allá había piscinas y campos de
tenis para los reclusos y muchos de ellos las usaban, se bañaban o tomaban el sol. Caminé
algo más hasta llegar a la cima de un montículo del parque y desde allí pude
contemplar la ciudad, mi ciudad; pero una ciudad alegre y bañada por un sol
intenso; unas avenidas amplias; un paseo marítimo alegre y lleno de colorido. No
podía creerlo. Pero surgía en mi la aprehensión de una falta de libertad y de seguir
bajo un total desconocimiento acerca de mi provisional estancia en aquella cárcel.