señor vivía allí de forma permanente, pero allí sentado en esa silla tan alta y con las piernas colgando y vestido de chaqueta negra con una corbata verde y pantalones vaqueros que le quedaban cortos y que dejaba ver unos calcetines blancos calzados en unos zapatones marrones del 46 como mínimo. El señor se quedó mirándonos un tanto sorprendido. Quizás nunca esperaba que a alguien se le ocurriera abrir esa puerta y así descubrir su olvidada morada que por cierto carecía de ventanas al exterior y era forzado el tener siempre la luz encendida. No sabía qué pregunta hacernos. Sabía que éramos los vecinos de pared y de puerta, aunque era muy raro que una puerta dentro de un mismo piso fuera a dar a otra vivienda privada. Un arreglo un tanto extraño de nuestro arrendador, pero en aquel país todo era posible. Un misterio descubrir que alguien vivía allí sin haber sentido un solo ruido o leve sospecha de inquilino alguno. Esa habitación tenía un candado y el arrendador nos había dicho que allí guardaba cosas.
El señor parecía tener unos 70 años y su cuerpo era muy
delgado. Sus ojos eran de un gris sin vida y su rostro algo arrugado pero sin
llegar a ser tempranamente decrépito. De repente nos dijo que él vivía allí
porque su jubilación no daba para vivir en ningún otro sitio. Había quedado
solo en la vida y eso era lo mejor que había podido encontrar. Fue una manera
directa de presentarse y al mismo tiempo que decía esas palabras, saltó de la silla
al suelo con cierta agilidad. “Me llamo Gilbert Muskarro y provengo de las
provincias del sur”, nos dijo de forma seca, “llevo aquí en este cuarto 6 meses
y dos días. El dueño de este piso y cuarto es el hijo de un antiguo amigo mío y
se le ocurrió meterme aquí pagándole sólo unos 10 vácuos al año, lo cual es muy
barato y me permite vivir con cierta y secreta intimidad”. Le preguntamos que
por dónde entraba al cuarto, pues no veíamos ninguna puerta ni ventana. Él
entonces abrió una puerta de un armario que ocupaba media pared y vimos que por
allí se podía salir al garaje tras una columna que le protegía de posibles
miradas indiscretas. Nosotros jamás lo habíamos detectado a pesar de que
nuestras entradas y salidas al garaje eran bastante frecuentes. “Bueno”, siguió
diciendo, “desde que vivo en esta ciudad no dejo de divertirme jugando al
escondite. Camino mucho por la ciudad y veo gente muy curiosa. No hay nada más
entretenido que mirar las caras de la gente. También los cuerpos.” Entonces se
empezó a reír y dio unas palmadas al pantalón como si quisiera quietarse el
polvo o unas migas. Yo entonces le pregunté si quería
pasar a tomar café a nuestra sección del piso. Nos dijo que no, que se le hacía un poco tarde y que en otro momento él nos invitaría a beber buen vino y comer buen queso azul.
pasar a tomar café a nuestra sección del piso. Nos dijo que no, que se le hacía un poco tarde y que en otro momento él nos invitaría a beber buen vino y comer buen queso azul.
Dicho esto nos invitó a volver a nuestra sección. Salimos
por la hasta ahora puerta de almacén o cuarto de los trastos, la volvimos a
cerrar pero sin candado ya que habíamos roto el que había y nos quedamos un
tanto intrigados además de incómodos. El dueño nos podía haber dicho algo.
Siempre podríamos haber oído pasos, ruidos, toses, estornudos y nos habría dado
un susto gordo. Pero lo extraño es que nunca, durante aquellos seis meses,
habíamos escuchado nada. Había sido el silencio más absoluto.