fórmulas burocráticas de homogenización y habilitación y demás cosas laberínticas que me costaron días y noches rellenar pero que parecían ser necesarias para que un país democrático fuera bien. Y para ello nos desligamos de los trabajos de enseñanza que teníamos en Kronkam y nos vinimos a Rhena en un pueblo costero llamado Itmill. Y allí alquilamos un piso muy cerca de la Institución desde donde habríamos de empezar otra etapa en la vida y el pueblo era bonito, agradable; con playas grandes y pequeñas de arena fina y el mar estaba allí mismo a cada instante que nos apeteciera, con ese olor salubre y húmedo. Si mirábamos al mar en una noche oscura y cuando éste estaba muy agitado era una experiencia de angustia. Pensar en las profundidades de un mar agitado y frío sin posibilidad de agarrarse a nada es pensar en una muerte de terror abrumador. Pero el mar en un día de cielo azul de verano nos invitaba a lejanas tierras de aventura pirata de aires tropicales y gentes de espíritu acogedor que nos ha de contar viejas leyendas en boca de respetables ancianos. Pero en Itmill estaban también las montañas que nos rodeaban con picachos de caliza y altitud suficiente para situarse a vista de águila y así contemplar un paisaje costero delimitado por el alcance de nuestra vista. Extraordinario.
Un día la niña y yo estábamos mirando la
tele en el salón y en la cocina estaba su madre cocinando algo muy rico que sacaba
de recetas acumuladas a través de muchos sitios: publicaciones, revistas,
libros o conseguidas a través de amigas con gustos culinarios. Y el olor
llenaba la casa con aroma de especias y carne asada ya en su punto dentro del
horno. Además siempre había un pastel o una tarta al final que nos hacía ganar
algún que otro gramo de más de peso diario. La serie que veíamos en la tele era
sobre unos
chavales que trabajaban en el Pony Express de los Territorios Salvajes e
iban de una estación a otra con sus caballos veloces y sus mochilas de cuero
adosadas a los caballos. Siempre había alguna aventura que nos agarraba con su
trama y además la imaginación quedaba entretenida entre un paisaje y otro y las
formas de vida de aquella época y territorio. Pronto Nika hacía valer su voz diciendo: la cena está lista y entonces nos íbamos a la mesa redonda cerca de la ventana de aquel piso
bajo, colocábamos el mantel y los platos y los vasos y las servilletas y al
final el posacacerolas para recibir el asado o el plato fuerte.
Mientras comíamos sentíamos estar viviendo en un mundo nuevo que nos habría de deparar sorpresas. La noche cubría el pueblo. Después de cenar leería el cuento a la niña y luego, una vez recogida la cocina, daría un paseo por Itmill.
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