He estado revisando la máquina teológica. Me he metido en sus tripas, entre sus motores, circuitos electrónicos, palancas de transmisión, sistema de lubricación; engranajes, rodamientos, casquillos, cremalleras, estructura hidráulica, manguitos, sistema de refrigeración, válvulas... Aparentemente todo está bien montado: Es una máquina casi perfecta. Pero después de la revisión me he sentido muy confuso. Tuve que sentarme y poner en orden mis ideas. He sentido náuseas y todo me daba vueltas. ¿Qué ha pasado?
Dentro de la máquina teológica no lograba encontrar ni la entrada ni la salida en aquel laberinto
Debí de crear inquietud en la antesala y cuadro de mandos de la gran máquina, debía de llevar mucho tiempo ahí dentro pues alguien me empezó a llamar. Era la voz de Margot, mi ayudante, que me empezaba a buscar entre las estructuras maquínicas y maquinales. Había angustia en su voz. Al final me descubrió arrodillado ante una gran válvula de conexión con el centro maquínico de la gran máquina teológica y a punto de ser absorbido por las fuertes atracciones magnéticas que se generaban en aquel incierto e inquietante Centro de producción de energías.
mecánico, pero al mismo tiempo me sentía inmerso en un extraordinario placer contemplando los ajustes tan precisos, el mecanizado tan perfecto, las cadencias tan bien sincronizadas. Sumo placer para un veterano mecánico como yo. Pero todo el mecanismo se extendía metros y metros, yo creo que hasta kilómetros de precisión y sincronización. Estaba perdido allí dentro. Extasiado y perdido. Seguí gateando, caminando entre piezas que se conectaban entre sí sin posibilidad de holgura alguna. Miraba para arriba y todo seguía la misma estructura. El silencio era total. En ese momento no había ninguna inquietud en mí, ni el más leve temor; todo lo contrario: me sentía en la antesala de la plenitud; la mecánica en su plenitud y perfección y eso me generaba una paz total, un silencio mental absoluto. Diríamos que sujeto y objeto se fundían en un mismo plano de total transparencia. La máquina teológica cumplía su objetivo, por lo menos desde mí perspectiva allí dentro. Era feliz. Mi cuerpo parecía abandonar sus cualidades de máquina biológica para pasar a ser parte indefinible e indiferenciable de la máquina teológica. Quizás la inmortalidad. Quizás la infinitud. Quizás el amor eterno identificado con la soledad más absoluta. Aquella máquina lograba producir al mismo D-ós, no cabía duda que el producto era lo esperado. He ahí la perfección, la precisión, la total plenitud.
Cayó en aquella fiesta por casualidad. Bailó con ella por casualidad. La acompañó a casa por casualidad. La siguió viendo todos los días por casualidad. Tomó varias veces el café con ella por casualidad. Se enamoró de ella con pasión por casualidad. Le escribía notas cargadas de sentimientos por casualidad. Paseó con ella por casualidad. La veía por los pasillos del edificio por casualidad. Hasta que un día se separaron por casualidad. Cada uno se fue por su sitio por casualidad. Pero quedó la imagen de un hermoso rostro de por vida y no por casualidad. Un arquetipo de profundas reminiscencias y no por casualidad. Una conexión con lo imposible, lo amargo, lo frustrado, lo distanciado sin más conexión que ciertos recuerdos. La realidad de dos cuerpos y la representación fantasmal o imaginaria de la imposibilidad de no haber llegado a ser un extraño paraíso. Dos cuerpos pueden generar un paraíso por pura casualidad. Pero luego llega la expulsión y la vida errante y la soledad de las estrellas que no brillan, que han dejado de brillar y se extinguen sin más; y no por casualidad.
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