Tú nunca supiste a qué playa iba mientras te quedabas en casa dormitando sobre el sofá. Nunca supiste de qué trataba la televisión cuando te recostabas sobre mis piernas y de vez en cuando pretendías mirar a la pantalla. O cuando íbamos de viaje a América o a Dinamarca te quedabas en casa con Pecos y aguantabas el tiempo sin tus amos, quizás a veces pasando calor aunque allí estaba tú cuidador de vez en cuando. Nunca supiste la profundidad de mi dolor en aquellos días tan tristes de hace ya bastantes años. Pero tú estabas conmigo. Has estado veinte años conmigo siempre fiel,
siempre cariñoso, a veces juguetón, otras dormilón, otras nervioso; pero nunca habías estado enfermo. Y nos acordamos cuando al poco tiempo de entrar en casa tan pequeñito y enroscado como una bola te llamamos Muffin. Fuiste el regalo de unos amigos, tan pequeño que teníamos que alimentarte con un biberón. Y unos meses después caíste del tercer piso de nuestra casa y te rompiste una cadera. Creíamos que te morías, pero sobreviviste con tenacidad y un implante de metal. Luego fueron pasando los años y corrías por la casa con alegría jugando con las pelotas o los palillos de algodón. Siempre habías sido cariñosa y posesiva conmigo. Me tenías como tú propiedad, como tú confidente. Pasamos muchas horas juntos, yo leyendo y tú mirándome o sentado a mi lado. A veces me enfadé contigo por miagar más de la cuenta o por no dejarme escribir o leer, pues me lo impedías con tus patitas y con la boca. Fueron muchos años juntos. Luego enfermaste y no parabas de miagar, de maullar por la noche, de sufrir. Fueron años enfermo y con paciencia fuimos aguantando, levantándome yo por la noche para saciarte esa hambre imparable que te acosaba. Pero tú dolor y mi pena no pudieron soportar más. Hoy has pasado a mejor vida. Gracias por estos veinte años juntos. Muffin. Gracias por ese cariño y paciencia conmigo.