Despiertas. Ves la habitación todavía bajo los efectos del
último sueño que has tenido. Por unos instantes la realidad se percibe como
cuando uno era niño. La luz del sol entra a raudales por la cristalera y hace
que todos los objetos aparezcan con intensa alegría. Miró hacia fuera y veo los
árboles en su misma frescura e
inocencia. Las ardillas saltan de un lado a
otro. Una de ellas se para y mira hacia donde estoy. ¿Qué verá esa ardilla?
¿Cómo me verá esa ardilla? El cielo está azul. La hierba está todavía cubierta
por el rocío. No tengo prisa para nada; y, por tanto me quedo sentado en el sofá
relajado. Han sido momentos de pura inmanencia en la vida. Y cuando la vida se
vive en esa pura inmanencia todo se ve como una fresca inocencia. Pero un
simple darse cuenta de situación de excepcionalidad que se vive destruye la
inmanencia y nos adentramos en el mundo de las preocupaciones. Tengo pendiente
un trabajo para la clase de sociología. Hay que limpiar la casa. El coche tiene
una avería que hay reparar. R. me recuerda que sus padres vienen a visitarnos el
jueves. Me levanto del sofá y me doy cuenta que hay que ducharse y vestirse. Todas
esas preocupaciones son también la inmediatez de la vida, pero con una
diferencia: actuamos siendo conscientes de que actuamos. El reino de la
inocencia y la nobleza desaparece para dar entrada al mundo que te obliga a
vivir y a sentir lo que vives. La existencia es como una deuda permanente que
has de ir pagando hasta la muerte. Nos está prohibido vivir en el paraíso de la
pura inmanencia. Somos seres caídos que a veces, como pequeños fogonazos,
vislumbramos la posibilidad de la inocencia y la nobleza.
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