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domingo, 23 de octubre de 2011

LOS HEROÍSMOS DE LA VIDA COTIDIANA

En primer lugar recogía los platos sucios de las encimeras de la cocina y los iba colocando en el lavaplatos. Los desperdicios de carne, pescado, fruta, o vegetales los metía por el agujero del triturador, que era el mismo desagüe del fregadero. La diferencia con los desagües normales europeos consistía en el diámetro bastante mayor del desagüe con triturador, sin embargo el agujero estaba protegido por un círculo de tiras de goma fuerte a modo de diafragma o esfínter. Cuando se tiraban los trozos de pollo con huesecillos, los trituraba sin compasión. Hacía un ruido como de gruñido salvaje que luego se apagaba en un ronroneo más tranquilo. Una vez metidos los platos en el lavaplatos, colocaba una medida de detergente en el depósito, cerraba y apretaba el botón de comienzo con gusto. Luego cogía el frasco de plástico de jabón líquido lavaplatos, echaba una pequeña cantidad sobre las encimeras y con una esponja las restregaba hasta sentirlas lisas. Una vez hecha esta labor, cogía un rodillo y secaba la superficie. Había que recudir el rodillo un par de veces, pero el resultado era una superficie brillante. Lo más fastidioso era limpiar el fogón de gas y los mecheros. Allí la grasa se acumulaba de forma insidiosa y había que sacar las niqueladas bandejillas redondas recoge-posos, hacerlas brillar; luego limpiara las rendijas entre las bandejillas y el interior de las oquedades de los mecheros; y, esto era un fastidio. Lo odiaba.

El resto de limpieza era más la paciencia y la gana que el trabajo en sí. Colocar las cosas en su sitio, barrer, luego fregar con la fregona; pues se hacía bien, lo malo era cuando no tenías gana maldita de hacerlo. Si además tocaba limpiar cristales pues se añadía más fastidio, salvo que ese día estuvieras inspirado y esa labor te sirviera de distracción más que castigo. Me olvidaba de la limpieza del baño. Limpiar la bañera requería agacharse, doblarse y frotar duro con una esponja recia aplicando polvos de vim. Pero cuando echabas el chorro de agua con la cebolla de la ducha y recudías los chorros de suciedad adosados a la superficie esmaltada de blanco; era una satisfacción psicológica ver cómo brillaba la bañera. La taza del váter era también un coñazo. Requería una fuerte limpieza del agujero habiendo echado previamente un líquido fuerte con fuerte olor; luego se rascaba bien con la misma escobilla de plástico, para enseguida limpiar el resto de la superficie de loza con una esponja-lija. Luego yo solía pasar el agua de la ducha por encima para dejarlo reluciente. El suelo quedaba algo inundado, pero luego venía con la fregona y todo quedaba perfecto.

Estas eran las batallas cotidianas. Los heroísmos de la vida cotidiana.

Cuando acababa hacía un café y me sentaba en el sofá satisfecho de mi labor. Ponía a los Moody Blues y Robbie se ponía a hacer la comida.

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