Llegué a la oficina del director para pasar una entrevista
un día lluvioso y algo frío para Houston. Llegaba con cierto temor e
inseguridad pues se trataba de la primera vez que iba a dar clase en un high
school. Una vez hecha la entrevista y con resultados favorables, al día
siguiente ya empezaba a impartir las clases de español. Aquella tarde me recogí
temprano en el motel y comencé a preparar mi introducción. Se trataba de
sustituir a una profesora que ya lo había dejado a mitad de curso. No me
acuerdo de las razones. Algunos profesores en USA abandonan así el curso y la
profesión para meterse en otra cosa, pues ser profesor en un instituto de secundaria
es un trabajo de bastante estrés y de infinita paciencia que algunos jóvenes
docentes no pueden soportar. Se queman. Entonces lo mejor es abandonar a tiempo
y cambiar de profesión. La enseñanza universal requiere estrategias universales
de contentamiento de la mayoría; y la mayoría es siempre mediocre por
definición; y, lo mediocre, exige ser mediocre por encima de todas las cosas. Las
mayorías ejercen su poder de voto, de presión, de derecho a graduarse con el
mínimo esfuerzo. Y el poder político educativo, local, estatal y federal pues
han de vigilar que una gran mayoría se sienta contenta con su título de
graduado de secundaria. Los profesores han de hacerse conscientes de ello; o,
si no, les habrá que forzar a hacerse conscientes de ello culpabilizándoles lo máximo
posible. La selección de los inteligentes se hará de una manera más discreta, más
adelante; quizás cuando las universidades vayan seleccionando al alumnado que
más les interese y relegando a los más mediocres—se ve en la titulación, en el
High School y su reputación que ya consta en una lista—a las universidades
menos cualificadas y más baratas. Un imperio valora la calidad y el potencial
de inteligencia de los mejores y para ello se requiere selección.
¿Cómo preparar la primera clase? ¿Qué les iba a decir? Si
uno hubiese sido un superhombre pues nada de eso hubiera sido un problema. Pero yo miraba los
libros de texto y trataba de ensayar cómo habría de empezar mi primer día en mi
estrenada profesión. Sabía, por mis clases de práctica, lo que era llevar
clases; pero jamás como responsable de ellas. Ahora habría de probar mi valía o
minusvalía en esta profesión. Al día siguiente fui e intenté enseñar.
Cuando entras de nuevo a dar clase a chavales de edades
entre 14-17 años no te haces idea de lo difícil que te lo van a poner porque
ellos ya detectan con buena precisión tu inseguridad; tu falta de tacto; tu
entera preocupación por ti mismo; como si hubiera otro yo más por encima del yo
normal que te estuviera juzgando y te hiciera fuertemente consciente de tu voz,
de tus gestos, de cómo estás cayendo a los chavales, etc. Una clase tras otra
fueron pasando y yo fui sobreviviendo. Pero el problema no fueron los primeros
días precisamente, si no los posteriores.
Y la culpa de mucho de ello eran mis ideas, mi identidad
progre-izquierdosa basada en aberraciones marxistoides-deconstruccionistas que
utilizadas y practicadas en el ambiente académico pues resultaban perversamente
atractivas como armas de crítica demoledora de mitos y poderes; pero que
llevadas a una realidad de aula con chavales dispuestos a arrebatarte el poder
a la mínima debilidad o intento de “dialogar” la opresión pedagógica o la “deshumanización”
de la clase tradicional; pues los palos caían sin tregua. Los seres humanos
concretos en su versión adolescente de capitalismo avanzado de consumo y
familias débiles o casi inexistentes, pues actuando como grupo su máximo placer
y diversión era ver al profesor pasarlo mal, hacerle de rabiar cuanto más y
mejor. Y el majadero profe progre-izquierdoso pues tratando de “comprender” la supuesta frustración
de unos adolescentes que en el fondo él creía que se "resentían del sistema" y tan solo
buscaban su "libre expresión" como personas. Todo eran intentos de poder acoplar
mi fatua teoría con aquella endemoniada práctica; y, un día tras otro en la soledad
de la ciudad de Houston y viviendo en un apartamento la soledad más absoluta,
sin conocer a nadie; yendo a comer solo a una pizzería cercana o a visitar el centro
comercial Gallería.
Las tardes las pasaba en una biblioteca pública tratando de
encontrar una estrategia o metodología lo más antiautoritaria posible, basada
en la realidad del español de la calle más que en el libro de texto basado en
drills y drills y drills repetitivos. Aquellas preparaciones me consumían la
tarde en una lenta y exasperante agonía de miedo al fracaso en un sistema
educativo con 25 horas lectivas semanales y trabajo añadido como tutor de cada
clase y llamadas por teléfono a casa de los chavales desde mi apartamento. Todo eso se esperaba del
profe normal. Recuerdo la continua ansiedad cuando entraba a las 8 y fichaba en
el reloj y luego a la primera clase y la segunda con la inseguridad de no saber
si iba o no a funcionar mi preparación y si no funcionaba la tortura por parte
de los alumnos iba a estar asegurada y mi inglés con acento y mierda para todo
aquello; siempre de prisa, siempre preocupado, estresado; siempre con la
frustración de descubrir que mis ideas me fallaban, que el mundo era otra cosa
y no aquellas lindas y sesudas teorías del marxismo-feminismo-deconstruccionismo
y de liberaciones sin límite. Descansaba poco y empezaba a saber lo que era el insomnio.
Era necesario que patinara. Que empezara a patinar. Aun así
tardé mucho más en llegar a darme cuenta de la puñetera realidad concreta de
las personas y su extremada complicación en lo referente a relaciones
personales o de grupo. Era un puñetero ingenuo. Los progres astutos, como más adelante pude comprobar en España, saben adaptarse perfectamente bien al sistema y vivir del cuento lo mejor posible.