Ha de cruzar un semáforo. Ha de esperar para cruzar. Son
unos segundos, quizás algún minuto. Mira enfrente y ve gente desconocida. Caras
anónimas. Algunas miradas se cruzan. Se abre el semáforo y se cruzan, pero no
hubo más relación que ese instante. Enseguida ya todo ha quedado en el olvido.
Nada concreto queda en el recuerdo, salvo los ya incontables cruces de calle
con semáforo que forman una vaga impresión general de cruces de semáforo. Miles
de rostros contemplados en la otra acera que no han dejado
ni el mínimo rastro
reconocible. Todo vago y anónimo.
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Había llegado a la fábrica con gana, con ilusión. Su trabajo
le liberaba de sus angustias, de sus miedos y ansiedades. Se agarraba a la
máquina y comenzaba a moldear piezas de metal con gusto, con ritmo, con plena
seguridad y dominio de lo que hacía. Cuando acababa aquel modelo de moldeado,
pasaba a otro. Ya sabía cómo hacer el cambio de troquel; ya conocía los
diferentes troqueles y los consabidos ajustes. Ya sabía cuando engrasar la
máquina, cuando reemplazar alguna pieza gastada; algún piñón, algún tornillo;
algún retén carcomido. Era feliz durante aquellas ocho horas. Sumamente feliz
porque era el único sitio donde poseía el control de su vida. A veces trabajaba
más horas y; de, haber sido posible, también hubiese trabajado domingos,
vacaciones y días de fiesta. Cuando llegó su hora de jubilación no supo que
hacer con su vida y cayó en una fuerte depresión. Pasa ahora sus horas en una
clínica psiquiátrica subvencionada donde se dedica a recortar fotos de periódicos,
luego anuncios; y más tarde pasa a las revistas viejas.
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Tenía quince años cuando bailó con Lola. Fue algo extraño. Primero
la vio bailando con Fortunato Pervelones: luego con Jacobo Nistales; y al final
se quedó quieta sin nadie que la sacara a bailar. En ese momento llegó él y le
pidió bailar aquella canción de amor de Pibe Jocamunto. Ella se echó a sus
brazos y él sintió una tremenda e instantánea conmoción corporal. Lola era ya
una mujer y sus tetas se apretaban contra él de una forma perversa, provocativa, agresiva; desconcertante, inquietante. Se sentía poseído por una fuerza arrebatadora y su apéndice sexual crecía tan desmesuradamente y bajo tanta presión emocional, que en cualquier momento su cuerpo se podría llegar a diseminar en puros flujos de placer cósmico. Lola arrimaba la cara buscando el punto débil de aquel muchacho tan obcecado. La muchacha le incitaba a ser un macho; un verdadero macho peleón. Pero cuando todo ello alcanzaba un crescendo de intensidad insoportable; sintió él cómo alguien le empujaba y le sacaba de los viscosos tentáculos de un placer abrumador, para ocupar con brutal arrogancia el sitio que él dejaba. Lola ahora quedaba fuertemente abrazaba a Pocordión del Hurtadillo; un mozo bravo y animalmente desarrollado, con algo más de veinte años. La nueva pareja se fue alejando de él mientras Lola lo miraba ya a distancia, con risa burlona y adosada a aquel cuerpazo de toro en celo de Pocordión. Apretaditos, bien apretaditos bailando embelesados la dulzarrona canción de Pibe Jocamunto. Fue la primera vez que él entendió qué era eso de estar quemado; la amargura de estar quemado.
una mujer y sus tetas se apretaban contra él de una forma perversa, provocativa, agresiva; desconcertante, inquietante. Se sentía poseído por una fuerza arrebatadora y su apéndice sexual crecía tan desmesuradamente y bajo tanta presión emocional, que en cualquier momento su cuerpo se podría llegar a diseminar en puros flujos de placer cósmico. Lola arrimaba la cara buscando el punto débil de aquel muchacho tan obcecado. La muchacha le incitaba a ser un macho; un verdadero macho peleón. Pero cuando todo ello alcanzaba un crescendo de intensidad insoportable; sintió él cómo alguien le empujaba y le sacaba de los viscosos tentáculos de un placer abrumador, para ocupar con brutal arrogancia el sitio que él dejaba. Lola ahora quedaba fuertemente abrazaba a Pocordión del Hurtadillo; un mozo bravo y animalmente desarrollado, con algo más de veinte años. La nueva pareja se fue alejando de él mientras Lola lo miraba ya a distancia, con risa burlona y adosada a aquel cuerpazo de toro en celo de Pocordión. Apretaditos, bien apretaditos bailando embelesados la dulzarrona canción de Pibe Jocamunto. Fue la primera vez que él entendió qué era eso de estar quemado; la amargura de estar quemado.