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viernes, 26 de abril de 2013

LOS SEMÁFOROS EN ROJO DE LA VIDA

Ha de cruzar un semáforo. Ha de esperar para cruzar. Son unos segundos, quizás algún minuto. Mira enfrente y ve gente desconocida. Caras anónimas. Algunas miradas se cruzan. Se abre el semáforo y se cruzan, pero no hubo más relación que ese instante. Enseguida ya todo ha quedado en el olvido. Nada concreto queda en el recuerdo, salvo los ya incontables cruces de calle con semáforo que forman una vaga impresión general de cruces de semáforo. Miles de rostros contemplados en la otra acera que no han dejado
ni el mínimo rastro reconocible. Todo vago y anónimo.
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Había llegado a la fábrica con gana, con ilusión. Su trabajo le liberaba de sus angustias, de sus miedos y ansiedades. Se agarraba a la máquina y comenzaba a moldear piezas de metal con gusto, con ritmo, con plena seguridad y dominio de lo que hacía. Cuando acababa aquel modelo de moldeado, pasaba a otro. Ya sabía cómo hacer el cambio de troquel; ya conocía los diferentes troqueles y los consabidos ajustes. Ya sabía cuando engrasar la máquina, cuando reemplazar alguna pieza gastada; algún piñón, algún tornillo; algún retén carcomido. Era feliz durante aquellas ocho horas. Sumamente feliz porque era el único sitio donde poseía el control de su vida. A veces trabajaba más horas y; de, haber sido posible, también hubiese trabajado domingos, vacaciones y días de fiesta. Cuando llegó su hora de jubilación no supo que hacer con su vida y cayó en una fuerte depresión. Pasa ahora sus horas en una clínica psiquiátrica subvencionada donde se dedica a recortar fotos de periódicos, luego anuncios; y más tarde pasa a las revistas viejas.
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Tenía quince años cuando bailó con Lola. Fue algo extraño. Primero la vio bailando con Fortunato Pervelones: luego con Jacobo Nistales; y al final se quedó quieta sin nadie que la sacara a bailar. En ese momento llegó él y le pidió bailar aquella canción de amor de Pibe Jocamunto. Ella se echó a sus brazos y él sintió una tremenda e instantánea conmoción corporal. Lola era ya
una mujer y sus tetas se apretaban contra él de una forma perversa, provocativa, agresiva; desconcertante, inquietante. Se sentía poseído por una fuerza arrebatadora y su apéndice sexual crecía tan desmesuradamente y bajo tanta presión emocional, que en cualquier momento su cuerpo se podría llegar a diseminar en puros flujos de placer cósmico. Lola arrimaba la cara buscando el punto débil de aquel muchacho tan obcecado. La muchacha le incitaba a ser un macho; un verdadero macho peleón. Pero cuando todo ello alcanzaba un crescendo de intensidad insoportable; sintió él cómo alguien le empujaba y le sacaba de los viscosos tentáculos de un placer abrumador, para ocupar con brutal arrogancia el sitio que él dejaba. Lola ahora quedaba fuertemente abrazaba a Pocordión del Hurtadillo; un mozo bravo y animalmente desarrollado, con algo más de veinte años. La nueva pareja se fue alejando de él mientras Lola lo miraba ya a distancia, con risa burlona y adosada a aquel cuerpazo de toro en celo de Pocordión. Apretaditos, bien apretaditos bailando embelesados la dulzarrona canción de Pibe Jocamunto. Fue la primera vez que él entendió qué era eso de estar quemado; la amargura de estar quemado.

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