Un día fui a la Cuenca en bicicleta. Había salido por la
tarde y la bici era una Orbea de un
solo piñón. Era una
tarde de sábado de verano
y ya había trabajado la jornada en el taller de vulcanizados; así que le dije a
mi madre que quería dar una vuelta en bici hasta Sama. Tenía 16 años y mi madre
puso alguna oposición pues la visita a Sama implicaba hacer noche en casa de mi
güela Josefa y luego salir al día siguiente por la tarde para volver. Pero la
oposición no pudo con mi determinación y me fui a la Cuenca con la bici; pero
hube de cumplir una condición. Mi madre oponía la idea de que los camiones me
iban a ensuciar la ropa con sus tubos de escape y los humos grasientos que
dejaban a su paso. Entonces para ceder algo en aquella suave negociación me
comprometí a poner un mono de los que usaba para trabajar en el taller de
vulcanizados y así fui a la Cuenca: vestido con un mono y pedaleando la pesada bici.
Pero la sensación de libertad que yo vivía en esos momentos
era impagable. Disponía de dos días para hacer vida placentera a mi manera. La
tarde era soleada y el clima más bien templado que caluroso. Subía el Alto de
la Madera con la alegría de un animal suelto; y, luego al bajar volaba como un
águila real. Pasé Noreña y El Berrón con la sensación de estar cambiando hacia
el mundo que mejor respondía a mi libre imaginación. Libertad absoluta para
soñar y dejar que las sensaciones de la naturaleza y del cielo y del aire y de
las casas lejanas se tradujeran en clave de misteriosa o mágica alegría. Subí
La Gargantada y luego ya con la vista de la Cuenca allá abajo con las chimeneas
de La Felguera y el olor a azufre me dejé deslizar
cuesta abajo mirando las
casas grises a un lado y otro de la carretera; los prados; los montes más
lejanos con sus bosques cubriendo los pequeños valles intermontanos que siempre
evocaban paisajes remotos de primigenia exploración aventurera. Y así feliz
como un verderón llegué a La Felguera cruzando al momento su lóbrego paisaje
industrial y ya más pausadamente crucé el Río Nalón por el Puente Nuevo de Sama
cerca de la estación de Langreo. Seguí la carretera general ya sin adoquinado,
y al llegar a la Plaza de la Salve me dirigí a La Llera donde vivía mi güela.
Llegué, saludé, mi gúela quedaba sorprendida de verme allí
vestido con el mono y con aquellos ojos bonachones me dio la bienvenida. Me
dijo que qué quería cenar y entonces yo dejé la bici en un rincón del portal de entrada a unas escaleras de madera que subían en forma de caracol a la buhardilla de mi güela,
quité el mono y me fui a pasear por Sama a mi manera; disfrutando de mi
libertad, de mi aventura personal. Y ya oscurecida la noche cené el consabido
plato de patatas fritas con güevos y un choricín y me fui a la cama al cuarto
vacío de los posaderos.
Al día siguiente amaneció un día de sol resplandeciente, de
esos días en que Asturias muestra su paisaje verde frondoso desplegando con
absoluta desmesura sus infinitas tonalidades de verde; sus diferentes valles y
montañas en gradual ascenso hasta majestuosas cumbres y valles de ríos salvajes
y cristalinos bajando en torrente hacia los valles más amplios de ríos ya más
jóvenes pero sin perder el ímpetu de la fresca alegría todavía sin domeñar. Eso
ya vendría después con los lavaderos de las minas, la filtración de mineral y
grasas de las factorías; la descuidada basura y los desagües de retretes de
todos los pueblos y ciudades. Ríos ya domados, obedientes, canalizados;
castrados de vida salvo las ratas comunes. Y sabiendo que era la fiesta de El
Entrego y que mis tíos Ángel y Sindo estaban allí pasando el día con mi tía
Clementina, pues decidí coger la bici, y ya sin mono, me dirigí a El Entrego cruzando
Ciañu y La Cobertoria después de pasar el Pozu
María Luisa. Una vez pasado Santana fui derecho a casa de mi tía y allí estaban también Ángel y Sindo
con sus mujeres y todos contentos en un día alegre y soleado y entonces mis tíos
decidieron ir a tomar un vermut a una cafetería de la carretera general y me
invitaron como si ya fuera un hombre y tomamos los tres un vermut en una
cafetería moderna mirando a la ladera de un monte y los efectos del vermut
aumentaron mi alegría y sensación de que la vida podía ser de otra manera; de
que detrás de la rutina y el trabajo seguía habiendo otra cosa; quizás un
futuro de muchas sorpresas, con encuentros y situaciones todavía en formación;
con un devenir impensable de nuevas personas, de nuevos escenarios; de rupturas
con lo ya anclado como rutina e inercia establecida y así cambiar el rumbo de
la vida.
Después de comer volví a Gijón de nuevo vestido con el mono.