Buscar este blog

domingo, 16 de junio de 2013

1966: UN PAR DE DÍAS EN LIBERTAD


Un día fui a la Cuenca en bicicleta. Había salido por la tarde y la bici era una Orbea de un
solo piñón. Era una
tarde de sábado de verano y ya había trabajado la jornada en el taller de vulcanizados; así que le dije a mi madre que quería dar una vuelta en bici hasta Sama. Tenía 16 años y mi madre puso alguna oposición pues la visita a Sama implicaba hacer noche en casa de mi güela Josefa y luego salir al día siguiente por la tarde para volver. Pero la oposición no pudo con mi determinación y me fui a la Cuenca con la bici; pero hube de cumplir una condición. Mi madre oponía la idea de que los camiones me iban a ensuciar la ropa con sus tubos de escape y los humos grasientos que dejaban a su paso. Entonces para ceder algo en aquella suave negociación me comprometí a poner un mono de los que usaba para trabajar en el taller de vulcanizados y así fui a la Cuenca: vestido con un mono y pedaleando la pesada bici.

Pero la sensación de libertad que yo vivía en esos momentos era impagable. Disponía de dos días para hacer vida placentera a mi manera. La tarde era soleada y el clima más bien templado que caluroso. Subía el Alto de la Madera con la alegría de un animal suelto; y, luego al bajar volaba como un águila real. Pasé Noreña y El Berrón con la sensación de estar cambiando hacia el mundo que mejor respondía a mi libre imaginación. Libertad absoluta para soñar y dejar que las sensaciones de la naturaleza y del cielo y del aire y de las casas lejanas se tradujeran en clave de misteriosa o mágica alegría. Subí La Gargantada y luego ya con la vista de la Cuenca allá abajo con las chimeneas de La Felguera y el olor a azufre me dejé deslizar
cuesta abajo mirando las casas grises a un lado y otro de la carretera; los prados; los montes más lejanos con sus bosques cubriendo los pequeños valles intermontanos que siempre evocaban paisajes remotos de primigenia exploración aventurera. Y así feliz como un verderón llegué a La Felguera cruzando al momento su lóbrego paisaje industrial y ya más pausadamente crucé el Río Nalón por el Puente Nuevo de Sama cerca de la estación de Langreo. Seguí la carretera general ya sin adoquinado, y al llegar a la Plaza de la Salve me dirigí a La Llera donde vivía mi güela.

Llegué, saludé, mi gúela quedaba sorprendida de verme allí vestido con el mono y con aquellos ojos bonachones me dio la bienvenida. Me dijo que qué quería cenar y entonces yo dejé la bici en un rincón del portal de entrada a unas escaleras de madera que subían en forma de caracol a la buhardilla de mi güela, quité el mono y me fui a pasear por Sama a mi manera; disfrutando de mi libertad, de mi aventura personal. Y ya oscurecida la noche cené el consabido plato de patatas fritas con güevos y un choricín y me fui a la cama al cuarto vacío de los posaderos.

Al día siguiente amaneció un día de sol resplandeciente, de esos días en que Asturias muestra su paisaje verde frondoso desplegando con absoluta desmesura sus infinitas tonalidades de verde; sus diferentes valles y montañas en gradual ascenso hasta majestuosas cumbres y valles de ríos salvajes y cristalinos bajando en torrente hacia los valles más amplios de ríos ya más jóvenes pero sin perder el ímpetu de la fresca alegría todavía sin domeñar. Eso ya vendría después con los lavaderos de las minas, la filtración de mineral y grasas de las factorías; la descuidada basura y los desagües de retretes de todos los pueblos y ciudades. Ríos ya domados, obedientes, canalizados; castrados de vida salvo las ratas comunes. Y sabiendo que era la fiesta de El Entrego y que mis tíos Ángel y Sindo estaban allí pasando el día con mi tía Clementina, pues decidí coger la bici, y ya sin mono, me dirigí a El Entrego cruzando Ciañu y La Cobertoria después de pasar el Pozu
María Luisa. Una vez pasado Santana fui derecho a casa de mi tía y allí estaban también Ángel y Sindo con sus mujeres y todos contentos en un día alegre y soleado y entonces mis tíos decidieron ir a tomar un vermut a una cafetería de la carretera general y me invitaron como si ya fuera un hombre y tomamos los tres un vermut en una cafetería moderna mirando a la ladera de un monte y los efectos del vermut aumentaron mi alegría y sensación de que la vida podía ser de otra manera; de que detrás de la rutina y el trabajo seguía habiendo otra cosa; quizás un futuro de muchas sorpresas, con encuentros y situaciones todavía en formación; con un devenir impensable de nuevas personas, de nuevos escenarios; de rupturas con lo ya anclado como rutina e inercia establecida y así cambiar el rumbo de la vida.

Después de comer volví a Gijón de nuevo vestido con el mono.

2 comentarios:

  1. Pequeña puntualización: la bicicleta, supongo, debía ser de un solo piñón, más que de piñón fijo. El piñón fijo no permite dejar de pedalear, no permite reposar los pedales cuando se lleva suficiente marcha. Y es sumamente incómodo. Ese viaje que Ud. tan magistralmente describe hubiera sido una verdadera tortura si la bicicleta hubiera sido realmente de piñón fijo.

    Por lo demás, excelente relato, que he leído con msumo placer.

    Pedrosa Latas

    ResponderEliminar
  2. Tiene usted toda la razón. Era de un piñón, no de piñón fijo. Gracias por la observación. Cambiado.

    ResponderEliminar