Miré el colegio. El colegio había
sido cerrado hacía años. Hacía sol y algo de calor y me llamó la
atención el colegio cerrado. Al ver las persianas cerradas y el
patio vacío me entró una extraña nostalgia. Tras de las persianas
estaban las aulas, unas aulas, donde muchas cosas habían pasado. Me
veía sentado en un pupitre mirando a una profesora de historia de
unos cuarenta años y muy bonita de piernas. Estaba explicando la
lección de Felipe II. También mis compañeros prestaban atención.
Entraba la luz de la primavera por las ventanas. Era la última clase
y ya teníamos ganas de salir. El colegio bullía de vida. Nos
conocíamos muchos y ya habíamos vivido muchas anécdotas y juegos,
y excursiones y aventuras; y travesuras. Algunos ya
éramos como
hermanos, otros muy buenos amigos; otros algo más distanciados. El
colegio era nuestro centro de encuentro. Nuestros profesores eran
mundos particulares con sus modos de presentar la vida. Cada profesor
marcaba estilo y vibraciones peculiares que quedaban grabadas en
nuestras mentes como parte de una forma de vida que nos inspiraba
confianza. Que jamás iba a desaparecer. Nos haríamos mayores, pero
jamás habría de desaparecer la confianza en la vida allí vivida.
El colegio siempre estaría allí recordándonos que en la vida hay
siempre gente que se preocupa por tí. Una gran familia posiblemente.
No era mi colegio porque yo no había
pasado la infancia en aquel pueblo, pero ese colegio cerrado me
estaba diciendo muchas cosas; las aulas cerradas me presentaban
escenas como pompas de jabón que van flotando en el aire de un
recuerdo colectivo, común a toda la humanidad posiblemente. El patio
me mostraba sus cientos de alumnos allí jugando y contando cosas y
esos pequeños que luego pasarían de curso y se harían mayores y
todos con sus relatos y familias y experiencias. También la vuelta a
casa los días de lluvia y frío para luego llegar a casa y allí
estaba mi madre preparando ya la mesa.
Hay fantasmas que quedan en los
colegios cerrados y abandonados. Cada aula es un calidoscopio de
fantasmas con ganas de salir y contar su historia. Cada aula y cada
sala guarda todas las escenas vividas y cuando alguien como yo pasa
por allí, entonces saben quien les va a revivir, a rememorar,
a recrear. Y yo pasaba por allí y lo he vivido y sentido. Mi paseo
quedó entonces transfigurado en otra cosa lejana, nostálgica; algo
así como una gran pompa de jabón flotando a través un infinito
universo. ¡Qué rara es la vida!
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