Como era una de esas noches en que no cogía el sueño abrumado por los problemas de la enseñanza, pues me sentaba en una butaca y trataba de relajarme de la mejor posible, o sea, tratando de trascender esas tensiones situándome en un universo lejano, en galaxias donde las miserias, las mezquindades y la crueldad insidiosa humana se trastocaran en atmósferas de nobleza, transparencia y respeto a la dignidad de las almas. A veces meditaba sobre Dios y sus designios para esta Tierra tan desbaratada y tramposa. Y entre meditación y reflexión lograba relajarme y centrarme para al día siguiente volver pelear contra la insolencia, la ignorancia y atrevimiento adolescente, sin más protección que un cinismo institucional que prefería mirar para otro sitio y dejar que los profes nos pudriéramos en círculos viciosos de neurosis, insomnios y depresiones. ¡Cabrones!
Esa noche parecía que después de viajar por alguna galaxia lejana y bondadosa, lograba coger el sueño y a punto estaba de retornar a la cama con mi mujer, mientras mi hija dormía ajena a todo este absurdo sufrimiento profesional; cuando empecé a oír un fuerte ruido que provenía de fuera de casa. Era un ruido como si algo estuviera reventando en algún sitio y se desinflara sin válvula alguna que lo contuviera. Eran las tres de la mañana y yo debía ser el único ser humano capaz de escuchar aquello que no acertaba a interpretar de ningún modo, pero que me estaba causando cierto nerviosismo. “¡Cago'n la leche!” dije yo para mí. “No hay maldita compasión para este triste humano que ha de levantarse a las siete sin apenas haber dormido y ya veremos cómo duermo si este ruido no se apacigua.” Entonces abrí la puerta y el ruido parecía como de una cascada desbocada que parecía provenir de muchos sitios al mismo tiempo: de arriba del sexto piso o el ático, o quizás del garaje, o quién la madre que lo parió sabía de dónde güevos salía aquel horror alucinante y a aquellas horas. ¡Cago'n la puta mil veces!
Salí al rellano con la bata cubriendo mi holgado esquijama y me paré a explorar el origen de aquella tromba de agua o gas o aire o lo que fuere. Porque fuere lo que fuere parecía que iba a explotar de un momento a otro y yo sería el único responsable de permitir que tal catástrofe aconteciera. Todo el mundo dormía y parecía dormir ajeno a tal demonio suelto en el portal. Abrí entonces la puerta que daba a las escaleras y el ruido aumentó tres veces más. Yo temblaba de miedo y terror. “¡Maldita sea!, esto es serio, jodidamente serio y tengo que hacer algo”. En ese momento me di cuenta que el ascensor subía y bajaba sin control; paraba en un sitio pero luego seguía bien para arriba y para abajo totalmente enloquecido. Y, en un momento dado, se paró en mi rellano del tercer piso y al abrirse la puerta salió una tromba de agua que me dejó las zapatillas y los pies pingando. El rellano quedaba inundado y yo ahora era un puto manojo de nervios maldiciendo el universo en arameo. ¿Qué demonios era aquello? ¿¡Qué estaba pasando!?
Entonces tomé la decisión de despertar al jefe de portal, pero no sabía quién era. Quizás sería mejor llamar al vecino de arriba para empezar. Así que subí al cuarto y toqué el timbre una y otra vez pero nadie respondía y yo bajaba de nuevo a mi rellano sin saber qué hacer. ¿Cómo era posible que fuese yo el único en escuchar aquel ruido? ¿Por qué no se levantaba nadie? Volví a subir y llamar y al cabo de un rato apareció el vecino todo confuso y legañoso. “¿Qué pasa?” dijo con voz una adormecida voz grave. Y al momento, “¿qué cojones es ese ese ruido?” Yo entonces le expliqué lo que había visto y entonces me dijo que esperara un poco. Volvió al momento algo más alarmado, su mujer asomaba por la puerta en camisón y todos juntos con los nervios en punta bajamos las escaleras a ver lo que era, pues el ruido más bien parecía provenir de abajo. Cuando llegamos al los escalones que daban al portal vimos que estaba todo inundado y una tromba de agua salía por el armario de los registros y contadores de agua. Era evidente que había reventado una tubería por algún sitio y aquello se había convertido en una laguna. Pronto varios vecinos aparecieron y mi mujer bajaba también alarmada. Decidimos acercarnos más y cuando bajaba los escalones resbalé de tal manera que fui bajando escalones rodando como una pelota y cayendo de lleno en la encharcada. ¡Maldita sea! Un vecino me ayudó a ponerme en pie y ahora estaba empapado hasta el esqueleto. “Habría que llamar a los bomberos”, comentaban algunos. “Sí, hay que llamar a los bomberos”, asentían todos.
Y así fue como aquel portal se reunía en camisones y pijamas a las tres y media de la mañana con aquel estrépito, mientras yo me decidía a volver a la cama con una chupa impresionante, con una muñeca recalcada que me empezaba a doler; y, sobretodo con unas ganas de poder dormir algo para empezar la maldita jornada de enseñanza levantándome a las siete para luego coger la autopista y hacer el humillante papelón de profesor.