Mi meditación sobre el calvinismo radical me lleva
inevitablemente al problema de la simulación. En un mundo posmoderno queramos o
no, ha desaparecido toda verdad absoluta; todo referente transparente y prístino
que todos podamos tocar, palpar y sentir como verdad. Por un lado están los fenómenos
que sí podemos tocar y palpar y estar de acuerdo en que esto es un coche y
aquello un perro; y que yo ahora tomo un café y la persona que está a mi lado es
Pepona. Por otro lado, la ciencia nos demuestra que la tierra es redonda y que
el neutrino viaja a la velocidad de la luz; o que aquellas ruinas corresponden a
aquella civilización y forma de vida; pero cuando tratamos de poner orden al
mundo y darle un significado, todo se deshace en infinitas interpretaciones.
Hay tantas interpretaciones como personas. Unos gravitamos
alrededor de ciertos centros gravitatorios y otros sobre otros. Solemos
gravitar en torno a espectros ideológicos: religiosos, políticos, filosóficos,
estéticos, etc. De esa manera creemos dar sentido a los fenómenos que nos
rodean. Podemos compartir experiencias con un mismo lenguaje. Pero jamás podemos
llegar al convencimiento de que eso en lo que creemos sea la verdad absoluta,
el referente definitivo. Descartadas las revelaciones divinas como productos
humanos, relativizadas las verdades filosóficas como especulaciones que corresponden
a momentos históricos concretos; o, a idiosincrasias particulares; puestas en
entredicho las ideologías políticas por su potencial agotamiento en el tiempo;
nos vemos forzados a vivir en un mundo de permanente simulación. Las verdades
de la ciencia solo alcanzan un valor instrumental.
Ni siquiera sabemos quiénes somos cuando nos replegamos en
nuestro interior. Nos representamos a nosotros mismos como mejor podemos, pero siempre
surgen los desplazamientos y corrimientos de tierra que nos dejan a veces
perplejos. Eso que yo pensaba que era mi yo resulta que es como una energía que se
mueve entre ciertos espacios en un incierto campo espectral. Mantenerme ahí en
esos espacios no es nada fácil, aun bajo la protección de las ideologías o demás
intentos de consolidar significados universales o coherentes. Todos nos vemos
arrojados a una permanente simulación. Simulamos con mayor o menor
convencimiento que somos esto y lo otro, pero a la hora de confirmar nuestro
convencimiento en contraste con el mundo y las personas nos hacemos rápidamente
conscientes de la potencial fragilidad de nuestros planteamientos. Nuestra
creencia o identidad no es más que otra interpretación más; quizás otra
comunidad de interpretación maja e interesante, pero una entre otras. Quizás la
elevemos a Verdad Universal, pero incluso ese fundamentalismo se desgasta
pronto, a menos que derivemos en una fijación neurótica y otras cosas más
arriesgadas. Oh, simulación de simulacros diría a quel saltimbanqui francés llamado Baudrillard.
El
calvinismo radical parte precisamente de esta absoluta
contingencia y desasosiego. Nos movemos ahí por necesidad. Por la caída
radical
que significa vivir en este mundo. Es de ahí de donde partimos. Y, es
ahora, convencidos
de nuestra absoluta contingencia, cuando logramos vislumbrar otra
posibilidad, que
aunque absolutamente fuera de nuestro esfuerzo y alcance; sin embargo
puede
actuar con poder de trasformación y absoluta seguridad. Ya no hay nada
que
simular o pretender. Lo que surge ha de aceptarse tal como es y vivir la
cruda realidad abrazándola con la mayor radicalidad ética.
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