Mi amigo Ardano Cortaped tenía ganas de contarme una experiencia lejana. Nuestras mujeres estaban mirando unas revistas de moda y ese día radiante de sol de verano le había traido recuerdos del pasado. Ardano creía que el pasado ahora quedaba más claramente revelado y, si lograba expresarlo y narrarlo a alguien, entonces mucho mejor. Y así empezó a conta mientras paseábamos por el jardín).
Tan solo tenía quince años y había descubierto mi amor
romántico en forma de una francesita de catorce años hija de españoles, hijos
de la guerra, que vivían en Francia en la bonita ciudad de Caen. Yo, en ese
momento empezaba a trabajar en una imprenta haciendo recados y mal aprendiendo
el oficio de impresor. Un amigo del club Vanguardia Obrera situado en la calle
Cabrales me había hablado de la necesidad de un aprendiz en la imprenta
Impresatura S.L. En realidad en esa imprenta no hacía más que ir y venir con la bicicleta
recorriendo toda la ciudad y cobrando recibos y yendo a correos a coger
paquetes o certificarlos y, a veces, pues alguien me decía cómo funcionaba la
máquina minerva, pero sin mucho éxito. La imprenta no parecía ser lo mío y tampoco
me dejaban el tiempo suficiente para saber apreciarla.
Y fue en ese verano cuando me enamoré de aquella francesita
de origen español de la ciudad de Caen. Llegaron un sábado por la mañana y
fueron a casa del tío Cormarán que vivía cerca de casa. Parece ser que el tío
Cormarán ya había estado en Francia con sus primas, hijas de la guerra, casadas
con españoles también hijos de la guerra. Y allí en Francia había intentado
abrirse camino en el mundo del trabajo con apoyo de las primas. No salió bien
el experimento y dicho tío volvió a casa. Decía que el tiempo frío y húmedo le afectaba y que
no se acostumbraba. El caso es que ese día de verano llegaron los “franceses” (como a partir de entonces
les denominaba la familia) en dos Citröen modelo DS Berlina que para
nosotros parecían cochazos de lujo en aquella España del 600 y del Dos Caballos,
todavía inasequibles para muchos. Era el mes de julio de 1965 y el verano era
radiante aquel año. Eran dos matrimonios en sus cuarenta, con dos hijos cada uno. Mi francesita era hija de uno de ellos, tenía un hermano más pequeño. El otro matrimonio tenía dos hijas. Uno de los padres trabajaba en una fábrica de camiones Renault, y el otro era encargado de obras de construcción. Eran una gente que desde el principio me caían bien. Me
parecían gente al margen de los fuertes prejuicios provincianos y convencionales de la Asturias de entonces y, sin descuidarme mucho, de la Asturias de ahora.
Hablaban de las cosas corrientes para nosotros con cierta curiosidad desapegada
y objetiva que a mí me resultaba también curioso.
Los franceses se alojaron en el camping del Rocadrán y un
día fuimos toda la familia a bañarnos al roquedal que estaba al lado del
camping. Y allí estaba la francesita tan guapa y con el bikini dejando ver un
cuerpo precioso en una época en que los bikinis en España todavía no estaban
implantados y el pudor moral era todavía muy fuerte. La francesita se llamaba
Maví, como el título de la canción de moda en aquel verano. Y así fue cómo Maví
y yo nos miramos y contemplamos y hablamos con cierto nerviosismo y
complicidad. Me perecía la criatura más hermosa de la tierra pues tenía además
de una cierta timidez, una mirada de inocencia en un verano soleado con el
ambiente de música de moda y la gente disfrutando de las vacaciones y la playa.
Pero nuestros encuentros fueron pocos. Contados. Los franceses parecían estar
tutelados ese verano por la familia del tío Cormarán y los planes estaban muy
condicionados a los espacios de los coches Citröen, ya que el tío Cormarán no
tenía más que una Guzzi y con la Guzzi no se podía ir muy lejos. Así que se
fueron a sitios fuera de Gijón a ver lugares de infancia como Ribadesella,
Lastres, etc. y yo no contaba en esos planes. Así que me pasé aquellos días de
visita francesa trabajando en la imprenta hasta tarde y los fines de semana no
estaban a mi disposición para estar ni tan siquiera unas horas con Maví. Era una puñetera frustración sin posibilidad de remediarla. Cuando ves que las circunstancias te tratan así sientes que todo a tu alrededor pierde valor y vives como un extraño metido en tí mismo. Ellos
se iban a algún lugar con la familia del tío Cormarán u otra familia. Yo, con toda mi pasión de adolescente, habría de quedarme trabajando en un taller hostil.
Pero hubo tiempo para intercambiar direcciones y para
decirse cosas más con la mirada y las palabras tímidas que de forma libre y
desinhibida. Tampoco eran tiempos para tales formas de expresar el amor. A los
diez días se fueron, ya que tenían que visitar otros familiares fuera de
Asturias. Más tarde me enteré que ese año 1965 fue el primer año que les
dejaron entrar a España. En años anteriores se conformaban con llegar a la
frontera y mirar al otro lado del Bidasoa con la esperanza de poder entrar
libremente algún día. No cabe duda que esa primera visita era para ellos una
intensa alegría. Todo un triunfo. La dirección de Maví era una calle de Caen. Y
a partir de ahí Caen se convirtió para mi en una ciudad mítica; un objetivo
ansiado por la imaginación; un lugar de magia donde habitaba Maví.
(Continuará en epígrafe superior)
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