Mi amigo Ardano siguió hablando con ganas. Parecía como si hablando y contando aquella época de su adolescencia lograba liberarse de algo. Seguimos paseando por el jardín y yo encantado de escuchar. me gustaba escuchar a la gente que tenía algo que decir.
Empezó entonces una correspondencia intensa y como mi francés
inicial era un poco macarrónico (era el francés que había aprendido hasta el
segundo de bachillerato); pues me puse a estudiar francés por mi cuenta con un
curso por correspondencia que mi hermano mayor había utilizado en años
anteriores y que andaba rodando por casa. Me acordaba de cómo aquel curso de
APHA por correspondencia había dado bastante guerra entre mi hermano y mi
padre. Mi padre empujaba a mi hermano para que mandara los exámenes a tiempo y
mi hermano era evidente que procrastinaba o que ya había perdido interés. El
caso es que cuando miraba aquel paquete de cuadernos, blocs y discos del curso
todavía podía oir las frecuentes voces de mi padre contra mi hermano mayor por
no “acabar el francés”. El caso es que como me habían echado de la imprenta por
“incompatibilidad de intereses”, pues ahora aprovechaba mi tiempo libre para
estudiar francés con gana, con ahínco; con “fuerte motivación” como dicen los
pedagogos de tres al cuarto.
Nada más irse los franceses sentí un enamoramiento atroz por
Mavi. Me sentía melancólico, triste; paseaba por las calles de Gijón con mi
primo Nervo, hijo de mi tío Cormarán y mi tía Chinda. Nervo era un par de años
más joven que yo pero tenía mucha sabiduría de barrio. Yo le contaba mis
tristezas y él escuchaba y todo acababa en que un día iríamos a Francia a
trabajar o nos metíamos en el centro Vanguardia a jugar al ping-pong y comer un
bocadillo de anchoas. Otras veces íbamos al cine. Yo luego me refugiaba en mis
estudios de francés y al poco tiempo y todavía en mis 15 años pues ya empezaba
a escribir mis cartas con cierta soltura. Mavi estudiaba español en su colegio,
pero también contaba con que era su idioma de familia. La correspondencia era
interesante y amena. Yo le contaba lo que hacía en Gijón y ella lo que hacía en
Caen. Curiosamente a través de aquellos dos meses de paro el aprendizaje del
francés a través de aquel curso me resultaba muy interesante. Ocupaba varias
horas del día escribiendo palabras nuevas, frases; copiaba varias veces las palabras
engorrosas. Hacía los ejercicios y luego miraba los errores. Ponía los discos y
pronunciaba. En realidad me lo pasaba bien aprendiendo el idioma. Me sentía otra persona mejor, más feliz, al asimilar otro idioma que me desplazaba de mi mundo ordinario. Siempre
esperaba a una nueva carta de Mavi para poder demostrar mis progresos y esa
carta siempre llegaba puntual. Mavi empezaba a encarnar muchas otras posibilidades mías, mundos diferentes donde los dos podríamos llegar a ser los protagonistas.
Todos los días iba a buscar trabajo por los talleres de Gijón.
Unas veces miraba los anuncios de periódico que pedían pinche o aprendiz, y
otras iba yo caminando por las calles de las zonas industriales a pedir modo. Llegaba
al taller y entre ruidos de máquinas o cortadoras, o bufidos de soldadura autógena
o chasquidos de la eléctrica, pues preguntaba por “el jefe” o “el encargado”. A veces te decían que te llamarían, otras que ya estaba
el puesto ocupado; otras que viniera dentro de una semana. Otros anuncios eran
ya típicos y aparecían casi todos los días: "Gargallo, necesitamos pinches y peones” o “Bohemia Española necesita
peones y pinches”, pero eran sitios que no me gustaban. Presentía eran trabajos
peligrosos de obreros blasfemos que olían a vinazo o a orujo por la mañana. Nada.
Yo quería algo más tranquilo, más de “mandilón” a poder ser en lugar de mono. Mi
idea del trabajo no consistía en ganar dinero, pues bien sabía que el dinero lo
había que entregar en casa y yo me quedaba con cinco durinos el fin de semana. Pero
cinco duros eran bien poco y te los daban incluso sin trabajar llegado el caso;
así que yo en esos años nunca relacionaba trabajo con ganar dinero para mí,
sino que era lo mismo que ir a una buena o mala escuela. Trabajar era seguir
yendo a la escuela sin más ambición que hacer lo que me decían. Otros chavales
en el mismo taller recibían la paga casi íntegra y se esforzaban por ganar más
y echar horas y comprara una moto o una bici; también aspiraban a progresar y
hacer otra cosa que les diera más dinero. Yo nunca viví esa ambición. Si me
obligaban a echar horas (esto se “sugería”) pues para mí era como una ampliación
del horario escolar; o sea, un castigo.
Ardano parecía encontrar un equilibrio emocional. Abrimos una botella de buen vino y nos quedamos un rato en silencio. Era evidente que todavía había cosas en el tientero.
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