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martes, 28 de agosto de 2012

HAY MUCHAS HISTORIAS DE AMOR ADOLESCENTE. ESTA ES OTRA (III)


Ardano siguió relatando con gana. ya estaba anocheciendo y la gente se había metido en casa.
 
Muchos, muchos años después de esta epopeya amorosa con Mavi, en el año 2012, visité Caen, capital de la Baja Normandía, distrito de Calvados. No me acordaba ya de aquella dirección que tantas veces había escrito en las cartas que había enviado durante el año 1965-66; y, aun intentando recordarla a través de un callejero tampoco me venía nada a la memoria. ¿Qué sería de la familia Grendín? ¿Y la familia Gómez? Nada. No sabía nada. Los años habían pasado—muchos años. Desde finales de los años sesenta había perdido su pista y jamás supe más de ellos. Ahora Caen me hacía recordar aquellos lejanos años de frescor adolescente en Gijón cuando la llegada de los “franceses” resultó un acontecimiento familiar en el verano del 65. ¿Y Mavi? ¿Qué habría sido de Mavi? Llamé a mi primo Nervo por el móvil y le pregunté. Al fin y al cabo su familia había seguido teniendo contacto con ellos durante años e incluso habían ido a Caen de visita. Me dijo que ya todos los mayores habían muerto, y que de las primas segundas no sabía nada desde hacía mucho tiempo. Otro dato sobre Caen: había sido destruida durante el desembarco de Normandía en el año 1944, por tanto la nueva ciudad es casi toda ella una reconstrucción. Yo trataba de reconstruir los posibles parajes urbanos donde había vivido Mavi, pero llegaba muy tarde, demasiado tarde. A saber dónde había vivido, cuál era el instituto a donde había ido, toda aquella vida de barrio y de ciudad que ella me contaba.

Pero seguiré con mi historia y retrocedo de nuevo a ese año 1965-66, cuando todavía tenía 15 años. Los 16 los cumpliría en agosto.

Pues una vez que me puse a trabajar en Vulcanizados Mortera mi tiempo ya volvía al tiempo de las ocho horas y al madrugar para estar en el puesto de trabajo presto a las 8 de la mañana. Y mi cuerpo ya era cuerpo de producción industrial con mis movimientos poco a poco armonizados y acoplados al ritmo del valor de cambio como diría Marx. Cuando llegaba a casa ya me costaba más trabajo ponerme a estudiar el curso de francés de APHA, pero aun así seguí aprendiendo y respondiendo a las cartas de Mavi con el mismo interés. Y, en efecto, en octubre ya empezaba a asistir por la noche a la Escuela de Maestría Industrial en la especialidad de delineante. Entonces mi jornada empezaba a las 7 de la mañana y acababa muchas veces a las 9:45 de la noche. Mi tiempo de estudio fue decreciendo a la mínima expresión. Los fines de semana continuaba saliendo con mi primo Nervo y los dos seguíamos fantaseando bastante sobre ir a Francia o a Alemania a trabajar. A veces le contaba cosas sobre Mavi y mi correspondencia con ella y él lo tomaba con sentido del humor. Pero cuando uno sufre de un estado de enamoramiento las cosas no son como deben de ser en el estado de profana realidad. El enamorado queda desconectado del mundo corriente y pasa a vivir entre paréntesis. Le cuesta mucho encontrar el modo de negociar su temporal enajenamiento emocional con el mundo real del trabajo, de lo cotidiano, de las rutinas; del orden productivo. Peor es poder expresar ese estado a otras personas sin caer en el ridículo o en la rareza. Las cosas en las vidas de las personas suelen complicarse de esta absurda manera. El sufrimiento lo tenemos siempre asegurado

Se puede quizás comprender el romanticismo como ese mismo fenómeno vivido y experimentado por primera vez en la historia como una posibilidad de existencia válida. Me impresionaban por aquel entonces películas tales como Los Paraguas de Cherburgo, o el Drácula de Christopher Lee; o Mary Poppins, West Side Story y otras. Trataba también de ver esas películas donde aparecían ciudades europeas y americanas, grandes ciudades donde uno se podía perder en multitud de rincones urbanos. Esas ciudades me abrían horizontes de civilización, de aventura, de posibilidades; de mundos más allá de mi ciudad provinciana. Bien es verdad que el hecho de haber pasado mi infancia en una ciudad como Madrid me había marcado con cierto cuño urbanita.

Pasó así un año. Y durante ese año los estudios nocturnos me resultaban agobiadores. No sentía ninguna vocación o interés por dibujar piezas de máquinas, menos aun por estudiar matemáticas o física y química. Eso llegaría años más tarde. Mi trabajo en el taller de vulcanizados era nada más que llevadero. Tampoco sostenía ambición alguna por aprender ningún oficio o interés en progresar más allá de lo que rutinariamente hacía día tras día. Vivía para mis ilusiones, para mis sueños, para mi forma peculiar de ver el mundo a través de la imagen de Mavi. Disfrutaba mis paseos en solitario por la ciudad, mis lecturas, mi música. En la escuela de Maestría hacía nuevos amigos y a veces íbamos a tomar un vaso por ahí cuando no había clase. Luego en casa me refugiaba leyendo novelas y escribiendo la próxima carta a Mavi. Le describía toda mi vida tal como transcurría y sentía el poder mágico de la escritura, la posibilidad de describir mi realidad a alguien que compartía conmigo esos mismos sentimientos. O al menos así lo creía.

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