Logré abrir una puertuca metálica que me conducía al interior
del viejo edificio. Habían pasado muchos años. Demasiados. Pasé al interior y
allí pude ver el espacio ya abandonado de lo que había sido mi escuela. No
parecía que el edificio se había dedicado a otra cosa a lo largo del tiempo de
su abandono. Pude encontrar mi aula. Podía ver a mi maestra con cara de
cocodrilo y siempre malhumorada arrastrando las zapatillas por el pasillo
intermedio que separaba dos hileras de pupitres. Podía ver el sitio donde me
sentaba, vacío, sin nada. El cuarto olía a humedad y aire viciado.
El mismo barrio donde estaba la escuela era un lugar
abandonado. Todas las casas estaban abandonadas o medio derruidas. Pero la antigua
ciudad también estaba abandonada; tan solo habitada por tribus nómadas
ocasionales que hacían fuegos por la noche aprovechando la madera
abundantemente existente.
Había llegado allí después de cruzar los territorios agrietados
y desérticos de la región a través de una carretera llena de baches y medio
cubierta por hierbajos medio secos. Reconocía montañas lejanas, pero lo demás
me resultaba un lugar inhóspito, casi desconocido. Salí de la escuela y rodeé
el viejo edificio. De repente oí que alguien me gritaba a cierta distancia. Miré
y vi a un hombre bajo de estatura y vestido con ropa sucia que me estaba apuntando con una escopeta de caza. Me dijo
que me fuera, que me podía matar tranquilamente y llevarse el coche. Se
conformaba con que dejara mi cartera en el suelo. Así hice temblando de miedo; seguidamente me subí al coche
y me fui por donde había venido como una centella.
Nunca más volvería a las ruinas de mi pasado. La decadencia
de un pasado fantaseado. Las traiciones de una mente que cree encontrar anclaje
en los fantasmas.
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