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miércoles, 15 de septiembre de 2010

TRASI

Tenía 14 años cuando llegó mi prima Traseturtya (Trasi) a casa. Acababa de morir su padre el tío Kjnslt y la familia decidió que viniera con nosotros. Su madre era una alcohólica que había abandonado el hogar hacía 5 años. Había huido con otro hombre y ya nadie sabía de ella. Mi prima Trasi tenía ya 16 años y era de una personalidad viva e inteligente. Pasaba muchas horas leyendo todo tipo de libros: libros de viajes, aventuras románticas, libros de ciencia y clásicos de la literatura mundial. Apenas veía la tele y solía dar paseos con dos amigas cuando salía por las tardes. Todo iba bien y mis padres y mi hermano Lopgnst estábamos también encantados con Trasi. pero un día Trasi comenzó a ponerse enferma. Algo iba mal: tosía mucho, se sentía muy débil y le dolía la espalda en ocasiones. Era difícil de diagnosticar su enfermedad: quizás algo vírico que requería reposo y tiempo.

Trasi tuvo que guardar cama y entonces su habitación empezó a ser un ir y venir de toda la familia. Sabíamos que a veces no era aconsejable ir a la habitación porque se encontraba muy débil, pero casi siempre encontrábamos un pretexto para hablar con ella. Ella nos escuchaba, nos contaba historias, nos leía algún trozo de libro que a veces no podía acabar por aquella tos que la ahogaba. Otras veces nos daba consejos o nos ayudaba con los deberes, pues era lista como una centella y todo lo asimilaba con facilidad y placer. En ocasiones, cuando ella podía levantarse, la llevábamos al salón y halábamos o escuchábamos música. Trasi pasó a ser una chispa de vida en nuestra casa. Todos la queríamos porque era de carácter bueno y muy generosa. Cuando llegaba del instituto iba rápidamente a su habitación a contarle lo que había pasado durante las clases. Ella ya conocía a mis profesores por el nombre sin haberlos tan siquiera visto y sabía de sobra todo respecto a mis compañeros de clase y amigos. Pasaron meses y un día, después de unos análisis en el hospital, acertaron con su diagnóstico: era una leucemia. Pronto comenzaron los tratamientos y Trasi trató de llevarlo con la mayor resignación y sentido del humor posible. Pero ya era tarde y nuestra prima fue languideciendo poco a poco y la chispa en sus ojos se iba debilitando pero nunca del todo. Todos estábamos tristes y yo no sabía qué hacer cuando llegaba del instituto. Quería ir a su habitación como siempre y pretender que todo seguía igual y que la vida era como siempre, pero se me ponía un nudo en la garganta que me empujaba al baño a llorar. Luego salía e iba a verla. “Ven” me dijo ella un día, “sé que me voy a morir, pero quiero que sepas una cosa, procuraré estar siempre en tus recuerdos. Habéis sido buenos conmigo y la vida aquí ha sido hermosa”. Luego tornó la cabeza a un lado y se quedó como dormida.

Murió al poco tiempo y la habitación se quedó vacía. Nunca una habitación había quedado tan vacía en mi vida. Cuando llegaba del instituto en meses sucesivos nunca podía acercarme a la habitación. Aquella puerta que con tanta gana había atravesado tantas veces ahora me señalaba la entrada a una terrible nostalgia. Ahora era la puerta a un silencio que me abrumaba de pena y dolor. Todo había cambiado de un modo tan extraño, tan injusto, tan inexplicable que no era capaz de asimilarlo. Había momentos que quería oír la voz de Trasi llamándome y haciéndome ver que la vida seguía y que ella estaba bien, pero la habitación estaba vacía, triste y silenciosa.

Tres años más tarde nos mudamos a otra casa en el barrio de Hjbstu, al otro lado de la ciudad, pero yo seguía volviendo a ver la ventana de Trasi ahora ocupada por otra gente que nunca supo de ella. Sin embargo podía verla asomada a la ventana y guiñándome un ojo. “Tranquilo, Vanlo (así me llamaba siempre), donde yo estoy estamos todos bien. Sigue viviendo”.

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