Era un hombre muy bueno. Obediente como el que más. Rebelde
cuando hacía falta. Leal y fiel hasta la pureza. Honrado y trabajador. Jamás se
le veía borracho, pendenciero, mujeriego, saltimbanqui, vagabundo. Menos todavía,
indeciso, dubitativo, cobarde, pelele, calzonazos, chisgarabís. Era un hombre a
carta cabal, integro de los pies a la cabeza.
Todo el mundo quería a aquel hombre para su causa; las
mujeres lo querían para sus vidas; los niños como padre, los padres como hijo; los
abuelos como nieto; los patrones como obrero, los obreros como patrón; los
curas como feligrés; las monjas como jardinero, los políticos como hombre de
confianza; los mafiosos como su mano derecha. Los profesores como alumno, los
alumnos como profesor; los médicos y enfermeras como paciente o los pacientes como médico.
¡Qué hombre! ¡Qué hombre! Nunca estaba enfermo, siempre
estaba dispuesto a lo que fuere causa noble, justa, solidaria, honrada. Su
inteligencia era casi perfecta y clarividente.
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No hace mucho pude hablar con él tomando un café. Le pregunté
cuál era la clave de su secreto. Me dijo que mirara bien a sus ojos. Así lo
hice. Miré, miré y miré. Aparentemente no vi nada, pero al cabo de unos
segundos me di cuenta. En sus ojos no había vida. Era una mirada sin vida. En
lo profundo de aquel ser había un paisaje glaciar, un frío absoluto. Me entró un fuerte e incontrolable escalofrío.
Luego pagó el café, me dio la mano afectuosamente y se marchó
guiñándome aquellos ojos.
No cabe duda que acababa de descubrir al hombre más
peligroso de la Tierra.
Me encanta este relato. Tiene mucho de inquietante e inhumano, expresado por unos ojos y la unánima complacencia.
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