Fuimos a Matamoros a comer enchiladas y fajitas al otro lado
del Río Grande. Éramos Víctor el mexicano de Ciudad Juárez y yo. Cruzamos el puente
entre Gringolandia y Chingaméxico, cruzamos el centro de Matamoros y acabamos
aparcando en una calle estrecha formada de casitas de planta baja. Allí había
una especie de tasca que la llevaba “un jotito” como decía Víctor, o sea, un
maricón-gay; pero según Víctor allí se comían las enchiladas y fajitas más
ricas de la frontera. Y así era. Comimos hasta hartarnos y lo acompañamos de
varios botellines de Tecate. Luego fuimos a visitar unas colonias de obreros de
las maquiladoras que trabajaban a lo largo de toda la frontera. Las
maquiladoras eran fábricas auxiliares de las grandes multinacionales que
aprovechando que la frontera estaba ahí y; con la frontera, pues había
toneladas de mano de obra barata que se pondrían sin ningún problema ni reparo
a trabajar de sol a sol para fabricar piezas o componentes en serie para las
grandes fábricas del lado gringo. Víctor tenía que recoger no sé qué información
para un trabajo de sociología de la Universidad de Texas donde Víctor estaba
haciendo su doctorado sobre la vida laboral de la frontera, y, por lo tanto fuimos a entrevistar
gente que vivían en dichas colonias de viviendas.
Las viviendas eran edificios un tanto sucios, descuidados,
con escaleras interiores que comunicaban las diferentes plantas con galerías en
forma de balcón que daban a un gran patio interior donde había chiquillos
jugando y ruidos y voces y algún perro ladrando y viejos sentados platicando
con la cabeza cubierta con sombreros de ala ancha. Subimos un piso y Víctor
llamó a una casa. De allí salió una chica que ya conocía a Víctor y nos invitó
a pasar. La casa estaba llena de gente de todas las edades y la chica nos hizo
un hueco en una sala de estar con la tele puesta. El trasfondo de toda aquella
escena era el continuo sonido de cumbias y rancheras que salían por cualquier radio-casete
a todo volumen. Y si no era en las casas, pues eran los carros por las calles. El
caso era que siempre sonaba esa música en cualquier sitio de México donde uno
estuviera.
La chica le contó a Víctor las malditas condiciones de
trabajo en las maquiladoras y las enfermedades que contraían. Una de ellas era
un tipo de reumatismo que les atacaba las manos y ella misma padecía esa
enfermedad que la inhabilitaba para trabajar durante días, pero como no había
bajas por enfermedad pues la situación era aguantar en casa sin cobrar y luego
volver a que la contrataran o algo por el estilo. Había intentos de
sindicalizarse y reclamar derechos laborales y compensaciones, pero la chica
decía que era un asunto de “la chingada”. Luego llamó a otras personas y allí
nos contaban más abusos y más penas y aquello resultaba triste y la casa era
triste y el edificio también y además era un día de esos de nubes bajas del
Golfo de México con un calor húmedo del infierno que contribuía a vivir los
relatos de la semiesclavitud de las maquilas con más depresión y tristeza. Víctor
tomó sus apuntes. Grabó con la grabadora y nos fuimos de vuelta al paso
fronterizo cruzando de nuevo Matamoros.
Pero pasar esta vez resultó difícil. La Migra nos hizo todo
tipo de preguntas. Miró mi tarjeta verde de una y mil maneras. Me hicieron un
pequeño interrogatorio. Llamaron al director del high school de Santa Rosa para
comprobar que yo trabajaba allí. Al final y después de más de una hora nos
dejaron pasar. Al otro lado de Matamoros está Brownsville y luego se coge la
autopista en paralelo al Río Grande y se llega a Harlingen. Allí vivía yo.
¿Qué bien se expresa el ambiente fronterizo. Se puede sentir su pesado calor, ver su grisura, oler su comida, oír su música. Lleno de sensualidad y crítica social
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