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lunes, 3 de junio de 2024

EL SUICIDIO DE HEMINGWAY

 Salió de su casa. Arrancó su Wolkswagen Beetle y se dirigió por la autopista 20 en dirección Shreveport (Lousiana). Vivía en Mesquite, ciudad colindante con Dallas y ahora iba derecho a su trabajo de mantenimiento en Highland Mall, un centro comercial de gigantescas proporciones. Entraba a las seis de la mañana y salía a las diez. Eran cuatro horas importantes que ayudaban a pagar la renta y al mismo tiempo seguir el horario del Eastfield College para acumular las horas crédito para entrar en la universidad estatal en Austin: la prestigiosa University of Texas en Austin. Robbie, su mujer, enseñaba en la Mesquite Elementary School. Para entrar a las seis había que levantarse a las cinco de la mañana. Un buen café reavivaba la mente y lograba conducir con cierta frescura matutina que en invierno podía ser dificultoso por el hielo que a veces se formaba en las autopistas, sobre todo en sus pasos levadizos de cambio de sentido.


Aquella mañana era una mañana como todas las demás. Es curioso cómo la rutina se instala en cualquier estado de una vida y todo parece afianzarse en lo infinitamente repetitivo. Parecía que había pasado toda su vida en Dallas haciendo ese trabajo y esa rutina. No era que él pensase tal cosa mientras llegaba al centro comercial y aparcaba en el gigantesco parking, no; era que aquella situación le parecìa natural, cuando todo era extraño en un país dónde estaba abriéndose un futuro totalmente incierto. Pero su mente asimilaba las situaciones como aceptada normalidad. Vivía el presente como algo ya dado y no elegido. Extraño.

Hizo su trabajo de reparaciones varias de cambio de tubos de neón, de limpieza de pasillos y superficies con una pulidora de cera tan voluminosa como un pequeño tractor, luego, las superficies maquetadas con fibra sintética imitando césped requerían de otro aparato con limpieza de vapor y otras sustancias químicas. A veces había que ir al taller a reparar alguna máquina sencilla que luego habría de atornillar o colocar en alguna pared o dependencia. Con él  trabajaba un tal Red que siempre venía cargado de fumar hierba bien temprano, había dos negros que se separaban a limpiar otras zonas o piso superior, también estaba un chicano y un indio apache absolutamente silencioso. Pero compartiendo la misma tarea estaba un anglo larguilucho algo más joven que él. Era un hombre trabajador, un tanto reservado pero de buen trato. A las 8:30 paraban por un cuarto de hora teórica para tomar un café y quizás desayunar un plato de huevos revueltos con bacon o puré de patatas. 

Esa mañana pararon como siempre para el coffee break y el anglo larguilucho cuyo nombre era Craig, comenzó a hablar de literatura americana. Quizás porque él ya le había dicho antes de un modo informal que estaba matriculado en un curso de literatura en el Eastfiled College y que tenía que leer a Hemingway entre otros. Entonces Craig le preguntó por Hemingway y lo que pensaba de él, de su estilo, etc. El larguilucho se veía que sabía de Hemingway y entre sorbo y sorbo de café se fue explayando sobre su estilo y sus libros y su vida. Él entonces le mencionó el trágico suceso de su suicidio por un disparo. Como si el disparo se hubiera producido en ese instante el anglo Craig guardó silencio y se le quedó mirando de un modo algo perturbado produciéndose en ese momento cierta tensión psicológica tan inesperada como inquietante, pero como pronto había que volver al trabajo él aprovechó para echar una meada al váter cercano. Se puse a mear en uno de los urinarios y de repente sintió cómo dos manos de acero le agarraban el cuello con furía demencial. Dio la vuelta un tanto conmocionado y de nuevo las manos se colocaron como unas tenzas a estrujar su cuello y con la bragueta abierta y las vergúenzas al aire se trató de defender de tal terrible agresión en la soledad del baño público de la primera planta. Al tiempo que el larguilucho Craig le intentaba estrangular le repetía a gritos y desesperado que por qué había mencionado el suicidio de Hemingway, ¡por qué!, ¡por qué! gritaba y él buscando aire hasta que por pura intuición y reflejo ya condicionado en su tiempo de servicio militar en la Compañía de Operaciones Especiales, hizo uso de una salida de estrangulación que le salvó la vida. No fue difícil. Al verse libre salíó corriendo y se dirigió a la oficina del supervisor de la mañana. Le contó lo sucedido y pronto le puso a disposición de seguridad, mientras el supervisor le explicaba que el tal personaje estaba a prueba después de haber estado a un largo tratamiento psiquiátrico, pero que era evidente que el tipo todavía no estaba curado ni restablecido. Pasado un tiempo se dirigió al parking arrancó el motor de su Wolkswagen Beetle y se fue como una exalación al Eastfield College a seguir los cursos de graduado para adquirir las horas crédito necesarias para matricularse en la University of Texas at Austin.


https://atrionesalem.blogspot.com/2024/05/los-cuadernos-malditos-de-mirla.html?sc=1717444934974#c4663307047538520511

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