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jueves, 28 de abril de 2011

LA HISTORIA DE BURNO Y KERMO

A mediados de los años sesenta había una atmósfera de futuro esperanzador, de promesas que podían pasar a ser realidad, de música rock que anunciaba una nueva era. Los hermanos Burno y Kermo eran jóvenes que empezaban a trabajar en fábricas en la ciudad industrial costera de Pilesma. Los dos empezaban a buscar un sentido en esa nueva época de apertura hacia lo nuevo. Si bien era verdad que la dictadura de Franco seguía vigente, sin embargo ya se podían leer libros en otra época prohibidos por la Iglesia; ya se podía vislumbrar una forma de pensar diferente a la de sus padres.

Un día Kermo trajo una biblia protestante a casa y dijo que empezaba a asistir a una iglesia evangélica de la ciudad. La reacción de Burno fue de sorpresa. Cómo era posible que Kermo se metiera en ese rollo religioso cuando era tan evidente que Dios no existía. A partir de ahí empezaron a discutir sobre el tema en la misma habitación donde dormían. Uno desde una cama y leyendo al lado izquierdo de la mesita trataba de demostrar que el cristianismo era otra cosa diferente a lo que decía la iglesia Católica. Y el otro desde el lado derecho decía que eso de la Biblia eran respetables leyendas que nos afectaban de alguna manera, pero que no las podía tomar en serio. Kermo insistía en su creencia y subrayaba su biblia. Era evidente que había encontrado su camino y le gustaba asistir a la iglesia evangélica. Burno, sin embargo, no se acababa de creer que eso fuera verdad y empezó entonces a atacar las ideas de Kermo con fuerza y vigor racional. Los dos hermanos vivían en un barrio obrero de la ciudad y seguían trabajando en fábricas y ganando su sueldo que entregaban en casa y sus padres observaban la polémica no precisamente desde un espacio neutral. Que Kermo se hiciera protestante no dejaba de ser una rareza en una familia que se creía de izquierdas, con fuerte componente de fóbico ateismo anticatólico que en realidad incluía a todo el cristianismo. Así que Kermo empezó a sentir la manifiesta hostilidad de sus padres que también coincidían con Burno en el sinsentido y su supuesta insensatez de hacerse cristiano. Eso de escoger ser protestante era una estupidez de chaval inmaduro que había que quitárselo de la cabeza cuanto antes.

Burno compró libros sobre la evolución, sobre Freud, sobre palenteología, antropología, sobre filosofía atea, etc. Y Kermo seguía leyendo libros evangélicos y subrayando su biblia de pastas rojas y asistiendo a los cultos. Pero la guerra estaba declarada y entonces todas las noches antes de dormir Burno atacaba con fuerza con sus argumentos recién leídos del último libro adquirido. La Biblia era una patraña de fanáticos. Una falsa ilusión como decía Freud. Una leyenda sobre el hombre que para nada estaba de acuerdo con los descubrimientos científicos de la evolución y entonces Kermo tenía que darse cuenta de ello porque era la verdad, la evidencia. Lo otro era fanatismo, ilusión, mentira; una fijación neurótica que también lo decía Freud en aquellos libros de Alianza Editorial titulados Totem y Tabú, la Interpretación de los Sueños, El Porvenir de una Ilusión, Etiología de las Neurosis, etc. O si no Robert Audrey en Génesis en África también hablaba de la evolución que se podía seguir con los australopitecus descubiertos por Louis Leakey y posteriormente su hijo Richard en el valle de Olduvai en Kenia. Qué decir de aquellos pequeños volúmenes de bolsillo titulados Un Siglo Después de Darwin con excelentes estudios sobre la evolución. También llegaron Schopenhauer y Nietzsche y todas las noches había discusión y engarzamiento y Kelmo seguía apegado a su fe aunque con otro oído escuchaba y sopesaba.

Pero en aquella época la tolerancia no era muy habitual. Kelmo no tenía ningún derecho creer en aquello que la familia rechazaba de plano. Y, lo que en un principio podía haberse tolerado sin problemas y dejar que las cosas fluyeran a su manera, pues no fue así. Al declararse la guerra al fanatismo religiosos de Kelmo pues las cosas se empezaron a distorsionar y las tintas a cargarse y Kelmo que por otra parte trabajaba y se veía con derecho a enfocar su vida como a él le gustaba y no como era el deseo de su familia, pues se negaba a abandonar su fe. Peor todavía, la persecución reforzaba su militancia en la iglesia evangélica. Extraña familia no obstante tocada también de cierta rareza cogénita. Hubo hasta violencia en aquella casa. La biblia de pastas negras salía volando por el pasillo para acabar en el suelo, etc. Todo se complicaba con oscuras obsesiones, temores procedentes de un pasado familiar que seguía proyectando su sombra, interpretaciones impulsadas por la inestabilidad emocional de una familia donde dos jóvenes crecían de modos diferentes. En realidad todo empezaba a cambiar y había ansiedades y miedos que había que encauzar de maneras diferentes a como sus padres lo habían venido haciendo desde otras épocas más oscuras. No era la época—eso fue algo más tarde— del miedo a las sectas religiosas y sus lavados de cerebro. Era la intransigencia pura y dura con una experiencia que no se sabía qué hacer. También era verdad que la iglesia evangélica a la que asistía Kermo no era precisamente una iglesia de tolerancia, sino más bien de protestantismo integrista. Kelmo pocos años más tarde tuvo también que romper con la cerrazón fundamentalista y buscarse un compromiso con el mundo y la sociedad que no fue nada fácil. Los años de discusión con Burno le habían dado cierta destreza crítica y un no despreciable bagaje cultural que luego aumentó por su cuenta con sus estudios y lecturas. Kermo muchos años más tarde echaba de menos aquellos años a pesar de todo. La biblioteca de casa había aumentado en aquellos años con nuevos libros. Dedicaban los dos hermanos un dinero para comprar aquellos títulos sugestivos que luego abarcó la política, la contracultura, etc. Kelmo leía después de todo aquello que Burno le sugería y las cosas se apaciguaron a medida que se iban haciendo más mayores y maduros.

Y así fue la historia de Kermo y Burno. Seguro que habrá en este mundo muchas historias parecidas inscritas en la memoria del universo.

martes, 26 de abril de 2011

NADIE ESPERABA A WILLY HURTON

La iglesia era pequeña. Era de madera seca. Dentro había veinte feligreses cantando himnos al Señor. Olía a madera seca y el calor del desierto se aliviaba con un gran ventilador que un muchacho mexicano hacía girar con una cuerda. El Reverendo cantaba también con voz desgañitada. Su mujer tocaba el viejo órgano con poca gracia. Hacía mucho calor. La mañana era endemoniadamente calurosa.

Pararon de cantar y cuando el Reverendo se disponía a leer la Biblia lo oyeron. Al principio fue como un ligero trote. Un segundo más tarde y antes de comenzar a leer el primer versículo ya se sabía que era un trote que provenía de la lejanía del desierto. El pastor comenzó a leer, pero la membresía ya estaba pendiente del trote cada vez más cercano. Hacía demasiado calor para escuchar con concentración la Palabra de Dios. El trote les sacaba del sopor y, pronto, oyeron el relinchar del caballo ya a punto de ser atado a la barandilla del viejo corral adyacente a la iglesia. El Reverendo siguió leyendo al viejo Isaías y empujaba las palabras con sequedad. Su mujer lo observaba sentada en un lateral de la pequeña iglesia.

De repente alguien abrió las dos puertas con estrépito. La membresía se quedó mirando al iracundo visitante. Era Willy Hurton. Hacía años que había desaparecido del pueblo. Se había escapado con la mujer del herrero Harry Jones; un hombre apocado y siempre confiado. Nunca se había sabido más de ellos y el apocado herrero sufría su engaño con un mayor retraimiento y una fuerte tendencia al trago. Ya no confiaba en nadie. Y ahora ahí estaba Willy Hurton desafiante, con la barba crecida y un olor a demonios. Llevaba el sombrero caído para tras sujeto con una cinta. El Reverendo paró su lectura y se quedó mirando a aquella figura de rostro adusto y cansado.

― Reverendo Hamilton― gritó Willy de un modo tan arrogante como sacrílego ―. Deje de leer sandeces a esta pobre gente.

La membresía se quedó atónita. Nadie esperaba nada bueno de Willy Hurton y todos se preguntaban qué habría sido de la pendeja de Mary Jones que no venía con él. De repente, y sin que nadie pudiera impedirlo, se fue directo al atril y empujó al pastor de tal manera que tambaleándose fue a dar con sus posaderas al duro banco de madera de nogal donde se sentaba el presbítero Stenton. Stenton no estaba hoy. Llevaba días en la
cama con fiebre. Entonces Willy Hurton sacó su revolver y lo puso al lado de la Biblia. Era la advertencia que hacía al sheriff Patrik Carton. Patrik Carton se dio cuenta que no había que afrontarlo. Hacía demasiado calor en Sand Creek. Era preferible esperar.

Entonces Willy cogiendo la Biblia se puso a leer en voz alta:

― ¡¡No hay Dios, no hay Dios. Es todo mentira. No hay Dios¡¡. ¡¡Pueblo de Sand Creek habéis de saber que no hay Dios!! Es todo mentira. Reverendo Hamilton, es usted un tramposo y un mentiroso.

Todos quedaron petrificados. Nadie sabía qué hacer. El mismo demonio había entrado en la iglesia a blasfemar. Entonces Willy, salido de sí,  tiró la biblia al aire y con su revolver gasser disparó tres veces al viejo libro de pastas de piel negra. La Santa Palabra cayó al suelo con las hojas trastocadas. Hubo un silencio profundo con olor a polvora quemada.

Luego Willy se dirigió a la puerta lateral; salió al patio donde crecían los chaparrales y los mesquites y se largó. Todos pudieron oír su trote. Pero todos sabían que era un trote hacia la muerte. Quien había cruzado el desierto para llegar a Sand Creel, no podía volver el mismo día por donde había venido sin haber dado de comer y beber a su caballo y a su mismo cuerpo. No cabía duda que Willy Hurton había sido siempre un maldito pendejo de la chingada.

lunes, 11 de abril de 2011

MI AMIGO JUAN Y EL EBANISTA

Vi a mi amigo Juan que lleva prejubilado más de 7 años, pues se prejubiló de los astilleros del Barcomocho con 50 años. Juan estaba hablando con un señor ya mayor, de unos setenta y pocos años. Cuando me vio trató de acabar la conversación cuanto antes y no pasaron ni diez segundos para que la conversación concluyera con una despedida. Entonces vino a mí y me saludó efusivamente y qué tal estaba en mi nueva condición de prejubilado de la enseñanza y cosas así que tratan de entrar en tema de conversación. Entonces me dijo que ese señor con el que estaba hablando era uno de los mejores ebanistas de Gijón. Que ya lo estaba dejando porque le había dado un telele en la cabeza y se estaba recuperando y ya no podía llevar el taller como lo venía haciendo hasta el momento. También me contaba en la esquina de la calle Aragón con la Ronda de Camiones, que ese señor tenía un taller propio en Contrueces y que él lo visitaba alguna vez y que era un taller bien montado con buenas máquinas y buenas herramientas para trabajar a gusto. Trabajaba él solo y siempre tenía una lista de trabajo encargado por gente diversa de Gijón dispuesta a pagar por un trabajo semi artesano lo que pidiera. Decía Juan que era un manitas y que trabajaba a su ritmo y aire. A veces, cuando se le antojaba, cerraba por un tiempo el taller y se iba a tomar un vinín o un pinchín a algún bar y leer la prensa. Era un ebanista muy bueno y muy curioso trabajando. El mejor ebanista de Gijón, me repitió Juan.

Pero había más. Mi amigo también me trató de recordar a un chaval que iba con nosotros a la Escuela de Maestría nocturno.
― Sí, hombre ―, me dijo él. ― ¿Te acuerdas de aquel que llamábamos Mareo, porque vivía en Mareo?
― Pues cagon tal, no soy a acordarme ―, le dije yo;
―Sí, hombre. Tenía el pelo así un poco pincho y de aquella ya tenía moza que también estaba en el mismo curso y era bastante más joven que nosotros.
― Pues cagon tal, no soy a acordarme, le dije yo; pero si me suena ese nombre ―, le respondí yo. Sí, me medio daba cuenta del tal Mareo, aunque no de la moza.
― Pues era hijo de este señor que te cuento, que después de acabar delineante siguió trabajando de fresador en un taller de precisión del Natahoyo. Era muy bueno. Un chaval curioso trabajando que luego se casó con esa chavala y tuvieron dos chiquillos. Muy majo Mareo, era muy majo.
― Mira que intento acordarme más pero no, solo me viene el nombre ―, volví a asentir con gestos de incertidumbre.
― Pues este chaval, hace años tuvo un accidente en el taller y jodió dos o tres dedos de la mano derecha. Tuvo que coger una baja larga que acabó en un retiro temporal, y mientras esperaba para que le dieran el retiro definitivo; si lo conseguía, pues vendía seguros y yo a veces lo veía y le preguntaba ¿qué ya cogiste la baja definitiva al cien por cien? Era buen chaval y muy curioso trabajando. Como el padre, que era el mejor ebanista de Gijón. Un señor muy trabajador.
― Qué suerte poder trabajar en un taller propio con tu propio horario, y haciendo esos muebles que a ti te gustan a tu ritmo; y, por encargo de gente que aprecia tu trabajo y te paga bien y con una lista de espera … ¡Joder, cojonudo! ― repasé yo.
― Sí, pero ahora está jodido este hombre con ese telele y lo deja y no sabe a quién dejarlo; un tallerin tan cojonudo, con máquinas buenas y buena herramienta de trabajo. Y ¿sabes que le pasó al hijo no hace mucho, a Mareo?
― No. ¿Qué le pasó?
― Pues un día, no hace mucho, lo vi yo por la calle y le pregunté que qué tal, que si había conseguido el retiro total con el cien por cien. Y me dijo que sí y que estaba contento, pues todavía tenía la cría de dieciséis años que tenía que seguir estudiando. Pero el otro día me entero que estando en casa y yendo de la cocina al comedor cae al suelo y queda fulminantemente muerto. Cagon la leche, precisamente cuando ya había conseguido la baja total con el cien por cien. Tenía cincuenta años.

Yo quedé triste. En fin, así es la vida y tal y cual. Era evidente que ya había que acabar la conversación pues Juan miraba al reloj.
― Bueno, tengo que marchar que está la mujer esperándome.
― Bueno, pues a ver cuándo nos vemos otra vez. Un poco triste lo que me dices, bueno. Adiós.

Cuando se fue quedé un tanto pensativo. Sentí cierta melancolía. De repente, sin quererlo ni beberlo conocía la vida de una familia que parecía vivir tranquila con su taller a la medida, con el hijo trabajando en otro oficio digno. Pero todo tiene su fin. El tiempo todo lo va diluyendo, destruyendo, y otras vidas siguen viviendo otras cosas: alegrías breves, tristezas y desgracias algunas más.

domingo, 3 de abril de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (24) Nolan ayer y siempre. Final.

Ayer también seguí la avenida Cárdenas, crucé el Puente Nuevo y llegué a la estación de Feve, antigua estación de Langreo cuando las máquinas eran de vapor y los vagones de viajeros de madera con asientos de madera que dejaban las rayas en el culo marcadas. Me quedó mirando pensativo la estación con su viejo depósito de agua todavía allí presente y casi en ruinas..

Una vez, quizás en el verano de 1955, fuimos casi toda la familia Maldonado a Gijón a la playa. Fuimos en el tren de Langreo con cestas de mimbre repletas de tortillas, quesos, fruta y vino. Fue un viaje de salida temprana desde la estación al otro lado del Puente Nuevo con barandillas de hierro. Iban también los primos e incluso creo que Néstor, Paco y Norma. También Alberto y Maribel y un niño de un año llamado Toni que siempre usaba un chupete de goma color membrillo y babeaba mucho. Todos en tren a la playa de Gijón cruzando los valles mineros de Tuilla, de Carbayín, de Bendición. Luego parada en el Berrón, Noreña; y, el plano de San Pedro. Allí el tren hacía unas maniobras que le conectaban al “güinche” y entonces subía cuesta arriba la ladera de la montaña que dividía el valle del río Noreña del río Pinzales luego bajaba despacio y más tarde ya era la estación de Pinzales, luego Bendición y la Braña, para por fin, y después de dos horas de viaje, llegar a Gijón. Aquel día caminamos en dirección al pedreru del Rinconín y fue una larga caminata. Recuerdo el pedreru y la gente bañándose y había también un trampolín y la escena se mezcla con mi excitación al meterme en los charcos entre las rocas y disfrutar, pero también la angustia del agua fría cuando mi padre me quiso meter en aguas más profundas y el agua de mar restregando la nariz y la garganta. Me acuerdo que mi abuelo Isaac se tiró desde el trampolín y luego el tío Alberto. Más tarde comimos las tortillas en un merendero cercano en un día soleado que a medida que fue atardeciendo se me fue borrando de la imaginación. Éramos una vez niños y una familia todavía joven. Todos fuimos alguna vez niños con una familia joven. Más tarde fuimos jóvenes y padres con niños que nos veían a nosotros jóvenes. Y así es el ciclo de las vidas y las conciencias que se van abriendo y desarrollando en un devenir cósmico de misteriosa indefinición. Es increíble que en un mundo así que flota en un infinito todas estas conciencias y recuerdos se pierdan en una nada, en un silencio absoluto. Podría ser, pero siempre hay una luz de esperanza, una percepción que se pierde en los orígenes de mi conciencia en Nolan que señala una entrada que también ha sido la salida de algún otro sitio. Nada demostrado. Nada a qué poder acogerse. Sólo sensaciones, profundas nostalgias y recuerdos envueltos en extrañas tonalidades.

En 1956 hubo también otra estación que me viene a la memoria. Era en noviembre y mi padre ya estaba en Madrid abriéndonos el camino para nuestra próxima marcha en enero. Mi madre escribía cartas a mi padre en aquel papel rayado de textura como la tela y los sobres fuertes bien pegados con saliva. Entonces un día nos dio una carta a Jacob y a mí para echar al tren correo que pasaba o salía de la misma estación de Renfe de Nolan. Y para allá fuimos Jacob y yo caminando por la Casería Nueva una tarde fría y gris de orbayu, los dos con la carta guardada como oro en paño. Pasamos el paso a nivel del tren y luego seguimos hasta la Plaza de la Alquería para coger la calle de la Estación que subía unos metros en plano inclinado. Una vez en la estación allí enfrente estaban los ruidosos lavaderos de la Moderna en plena actividad y un tren de viajeros con vagones de madera allí aparcado en una vía secundaria. Jacob y yo miramos dónde estaba el tren o un buzón de correos. Y entonces vimos el buzón de correos de aquel tren vació y allá fuimos a meter la carta. Metimos la carta y en el mismo momento de irnos los dos protegidos del frío y la lluvia con los abrigos hechos por mi madre, alguien nos llamó: “¡He, guajinos! ¿Ónde metisteis la carta?”. “Allí, nel tren”, dijimos nosotros. “Non, non ye allí onde tuvisteis que habe-la echao. Esi tren ta paráu y non sale hoy.” Entonces Jacob y yo quedamos petrificados. No sabíamos qué hacer. Aquella carta era para papá y ahora qué. Habíamos tirado la carta a un tren que estaba parado y la carta no iba a llegar a papá en Madrid, y mamá qué nos iba a decir después de haber escrito aquella carta que debía de ser muy importante. Los dos nos quedamos mirando a aquel empleado de la estación y empezamos a llorar mencionando la carta y que era una carta para nuestro padre que estaba en Madrid. El empleado de la estación debió de sentir mucha pena al vernos tan chiquillos y en aquel estado de desconsuelo. Así que nos dijo que esperáramos un poco que iba a hablar con el Jefe de Estación para solucionarlo. Y así fue. Al poco tiempo el Jefe de Estación salió del edificio y nos dijo que no nos preocupáramos que enseguida cogerían la carta del tren parado y la echarían al tren coreo que venía de El Entrego en dirección Oviedo esa misma noche. Nos pusimos muy contentos y regresamos en aquella tarde fría y lloviznosa a la casa-cueva del barrio de La Carbonera. La carta llegaría a papá en Madrid.

La última Navidad en Nolan fue dos meses más tarde. Toda la familia Maldonado celebramos el acontecimiento como una despedida. Nos íbamos, mi madre, Jacob y yo, a Madrid en unos días. Dejábamos Nolan para empezar una nueva vida en la capital de España. Se preparó pollo y antes de la cena yo di un paseo por Nolan, a mi aire con seis años. Vi a mi tío Alberto que venía en una bici Orbea negra de trabajar y me preguntó que a dónde iba, yo le dije que era Nochebuena y que había salido a dar una vuelta antes de la cena. Estaba contento y esta escena de encuentro con Alberto la recuerdo asociada a un Nolan como salida de una película americana en cualquier escenario de cosmopolitismo neoyorquino o californiano. Pronto volví a casa de los güelos de la Alquería para estar con todos, primos y tíos incluidos. Cenamos pollo, que era un lujo y había que matarlo y desplumarlo y todo el barrio de la Salve olía a pollo en aquella Nochebuena del año 1956 en Nolan. La semana siguiente salíamos en tren expreso de Gijón a las 10 de la noche después de dar un largo paseo con Maribel por los arcos de Marqué de San Esteban en Gijón, pero del paseo y del viaje y de Madrid hablo en mis episodios de La Colonia.

Volví a Nolan en muchas diferentes ocasiones después de volver de Madrid, pero por muchos años siempre evité visitar este pueblo que me recordaba una infancia triste, fría, lluviosa, húmeda; además de pobre. Y si alguna vez tuve que visitarla por algún compromiso, siempre deseaba salir cuanto antes porque me daba tristeza y acababa sumido en recuerdos de un pasado que quería olvidar para siempre. Pero ayer me levanté pensando en lo urgente que era ir a Nolan. Necesitaba visitar Nolan y pasear por ella y recordar con gusto y caminar sin angustia por sus calles y plazas, y dejarme guiar por los recuerdos de aquella infancia que ayer renacía con todo su poder y magia. Esa había sido mi infancia langreana y esa infancia había sido mi despertar a la vida, la apertura de mi conciencia, la formación de mis arquetipos más profundos; de los sentimientos que han venido condicionando mi vida a lo largo de tantos años. Ayer fue la hora, fue el momento en que Nolan y yo nos reconciliáramos como lo hace un hijo con una madre con la que ha tenido una relación difícil, pero que el tiempo nos vuelve a juntar después de haber vivido una abundante vida y comprendido muchas cosas que hasta ayer no había comprendido. Nolan es mi pueblo, mi lugar de nacimiento; y desde ayer los dos hemos quedado unidos en un abrazo de cariño mutuo.

AYER PASEÉ POR NOLAN (23) Los universos de Nolan.

Recuerdo el día de la boda del tío Miguel en Mieres cuando una mañana muy temprano mis padres, alquilaron en el barrio la Nolana un coche de punto o taxi que también llamaban “la rubia” por la carrocería de madera que llevaba. Tendría que ser muy pequeño todavía porque sólo me acuerdo de montar en “la rubia” y de llegar a Mieres lloviendo cerca de la Plaza de Abastos y calles consiguientes. Todos los detalles de la boda los tengo olvidados. Aunque no tengo olvidados los detalles de otra vista a Mieres hecha en el año 58, cuando ya vivíamos en Madrid y en un viaje de visita a Asturias fuimos a Saltiello de Lena a visitar a Miguel y a Luis. Primero cogimos el autocar de Autos Rebollar en la Nolana, y cuando subíamos el alto de Santo Emiliano. En una parada; un perro empezó a ladrar al autobús. Jacob entonces le respondió ladrándole desde la ventanilla y el perro también y Jacob más todavía y recuerdo que el espectáculo empezó a llamar la atención de todos, tanto de la gente que estaba cerca de la parada que no paraban de reírse, como de los viajeros del autobús. Luego Jacob empezó a marearse y vomitar y el viaje para él fue de lo más horrible hasta llegar a Mieres. Jacob solía marearse cuando viajaba y como en esa época no era costumbre tomar pastillas contra el mareo, pues tenía que aguantar los mareos de los viajes en vivo. Esta vez Mieres me pareció una villa agradable, con mucha vida, pues era día de mercado y además el tiempo era soleado. El recuerdo que me viene está asociado más a una población que surge entre los montes y valles verdes de una Asturias fuera de todo tiempo normal, donde la gente disfruta paseando por las calles y tomando cafés o bebidas en las terrazas. Luego llegamos a Campomanes en tren y después caminamos carretera arriba por el Valle del Huerna para llegar, después de dos kilómetros a Saltiello. En el pueblo, que estaba en fiestas, nos esperaban Luis, Miguel y la prima Ester. Hay fotos donde se ve esta llegada cerca del bar casa María. Todos estamos contentos en un día precioso de sol en la aldea rodeados de montañas verdes y viendo el Huerna cristalino alimentando un molino con sus cantos rodados limpios y un olor a naturaleza virgen que nos hacía sentirnos tan libres como los corzos.

La familia de la Bancada tenía esta tonalidad transmontana que conectaba con los pueblos y aldeas de la Asturias vista con los ojos míticos de la infancia. Mis primos Emilio y Bernardina vivían en Campomanes. Luis y Miguel en Saltiello. Luisa de la Quintana en Luanco y un primo de mi padre llamado Pepe en Arcame, también en Luanco. Más tarde Zacarías y Carmen se fueron a Bélgica y Alemania. Visitar a los tíos implicaba coger trenes y autocares para llegar a sitios preciosos, a aldeas o pueblos muy distintos de Nolan, y siempre visitados con una tonalidad de alegría y recreo. Recuerdo que desde muy pequeño me asomaba a las ventanas de la buhardilla que daban al Nalón y desde allí veía los montes del pico Villa que cierran el Valle de Langreo, pero que yo me imaginaba lejísimos. Aquellos montes estaban ligados a un mundo más allá de Nolan, ese mundo que se veía en las películas; o, que se podía sentir cuando cogimos una vez  el tren de Langreo para ir a Gijón. La Bancada significaba imaginativamente para mí el contacto con la lejanía, con la apertura a un mundo que parecía estar esperándome. ¿Por qué era así? ¿Por qué se forman estas tonalidades imaginativas que luego han de influir en el desarrollo de las personas? El mundo de mi familia de La Alquería lo sentía más como un mundo familiar, local, de arraigo y raíces profundas. El mundo de La Bancada era más mutante, flotante, de desarraigo y lejanía familiar. Un mundo que invitaba a salir fuera, a visitar otros países; a conseguir aventuras. Todo ello forma parte de ese misterio que son las tonalidades de nuestra alma, tan personales, tan íntimas; tan incomunicables muchas veces, pero que impregnan las percepciones del mundo de acuerdo a una topografía interna, profundamente interna, de las emociones, de los sentimientos, de la sensibilidad y la imaginación. Cada uno de nosotros llevamos un mundo nuestro que se ha ido formando en los escenarios propios de nuestra conciencia. Por eso a lo largo de estos episodios Nolan comienza a adquirir una vida propia al modo de un ente que me ha ido nutriendo de sensaciones desde el mismo día de mi nacimiento. Salí de Nolan cuando tenía todavía seis años y de allí nos fuimos a vivir a Madrid. Bien es verdad que volvimos más veces de visita, pero la Nolan de verdad, la que marcó definitivamente mi alma con sus misteriosas improntas, fue la Nolan de mi temprana infancia.

Mi padre se fue a Madrid a principios de 1956. La empresa sueca Munjord le había contratado para trabajar como demostrador técnico de material de perforación por todas las minas de España. Mi padre en aquellos años trabajaba en el Pozo María Portal de Ciaca, al extremo sudoriental del Concejo de Langreo. De muy pequeño mi madre me llevaba muchas veces a llevar la comida a mi padre en una cesta de mimbre donde estaba la potina con les fabes y luego otra tarterita con la tortilla de chorizo o el pescao; todo dependía del día. Además estaba la media barrina de pan y la bota de vino. Recuerdo ver salir a mi padre con la cara negra y más tarde una vez limpio estar allí viéndole comer, conversar y luego vuelta al autobús unas veces o otras andando; todo dependía del presupuesto. El pozo de la mina me impresionaba sobremanera con aquellas salas de compresores y máquinas y la jaula del pozo subiendo y bajando a las profundidades de la tierra. Nolan, Langreo; el valle del Nalón eran todo pozos, minas, fábricas, talleres, lavaderos, hornos, escombreras y el flujo de un río con sangre negra.

viernes, 1 de abril de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (22) Dos mundos aparte: la Bancada y la Alquería.

Si miramos por la ventana de los posaderos podremos ver la parte de atrás de la casa de los abuelos. Y lo que vemos son las casuchas y los espacios traseros entre la calle de la actual calle Montaner de la Bancada y la calle Antonio Caramaño. Pero la vista sigue por los tejados de Nolan hasta pegar con el monte en dirección sudoeste; y si seguimos mirando monte arriba podemos, curiosamente, ver las aldeas de La Morquina, Panroxu, La Aracena, Les Rampes y la Peña el Carbán. Cuando era uno de los nietinos de Emeterio y Carmela y me asomaba a una de las ventanas traseras de la buhardilla podía ver la casa de Les Rampes donde había nacido mi padre. Era una casa que desde lejos aun se podía ver una ventana pintada con el recuadro de la pared pintado de azul claro. Esa casa ya no existe. Mi padre me solía decir, “ahí nací yo.” Las ventanas traseras daban directamente al tejado y era posible salir y pasear por el tejado. Yo lo había hecho más de una vez sin percance alguno. El mundo de La Bancada era muy diferente al de la Alquería o el barrio de La Carbonera. Parece mentira que desde un barrio a otro de Nolan las diferencias en cuanto tonalidad emocional o de sensibilidad pueda ser tan diferente; pero quizás lo que más desplaza los afectos emocionales o la sensibilidad, es la gente; las personas. Efectivamente, no era lo mismo mi abuela Maite que Carmela. Mi abuela Maite la de la Alquería era una mujer de cuerpo ancho, de una tez rosácea y gestos nerviosos. Maite era de un carácter más expresivo, más directo, más observador y con un claro sentido de autoridad y cariño hacia nosotros, “los hijos de Ofelia”. Mi abuela Maite era una segunda madre para mí y, cuando estaba en la casa de La Alquería era como estar en casa. Pero los Maldonado eran de carácter nervioso y emocional y solían mostrar los momentos de rabia y frustración de forma palpable; así que cuando hacía algo que no debía podía haber un azote en el culete y algún mochicón, sin dar más explicaciones. Maite procedía de una familia vasca de cuatro hermanas (Marta, Flona, Agustina y otra asesinada por los falangistas durante la guerra) y dos hermanos (Barcino y Carlos), que anteriormente habían vivido en Tomela de Luanes y en Santa Ruma de Mieres en un mundo relacionado con el ferrocarril.

 La abuela Carmela era una mujer de carácter bonachón, que solo sabía darnos el parabién; a veces con bizcochos y vino sansón cuando nos dejábamos caer mi hermano y yo por allí los domingos para recibir “les pesetines”. Era inimaginable que Carmela nos pegare. Su naturaleza era de una bondad rayana en una blandura poco apropiada para el control de unos chiquillos que tuvieran que estar a su cuidado. Le faltaba el carácter para decir no con convencimiento y firmeza y entonces cuando la bondad fallaba no tenía más recursos que el distanciamiento o una ligera indiferencia hacia los críos. Hubo un verano en el verano del 63, cuando tenía ya casi trece años, que por razones que no vienen a cuento ahora, tuve que pasar una semana con ella cuando ya era viuda; y, me di cuenta que su bondad podía ser sobrepasada con facilidad por mis caprichos; o sea, cualquier nieto podría haberse aprovechado de su carácter débil para conseguir lo que quería; pero Carmela, llegado a ese momento, sabía también cómo distanciarse discretamente y dejar que el tiempo pasara. Yo creía detectar en ella un mundo propio con su orgullo secreto que era incapaz de manifestar, pero que a veces esa mirada flotante de ojos azules parecía dirigirse a un pasado habitado por dos hijas muertas: una, de muy niña, debido a las fiebres, y, otra de veinte, Camila, muerta de tristeza por un desengaño amoroso. Sí, Carmela tenía su mundo propio con el que a veces mantenía conversación en el silencio de su humilde cocina, no solo con Emeterio; sino también con las crías alegres y juguetonas en otra época. Yo la oía muchas veces susurrar consigo misma cuando pretendía estar jugando en una de las habitaciones. Carmela procedía de la casería de Arcame en Luanco. En su familia había una hermana monja dominica, Isaura, y un hermano, Germán, dedicado a la casería hasta su muerte en 1959.

Mis dos abuelos eran también dos mundos aparte. Emeterio era de origen castellano y había sido pastor de ovejas durante su dura infancia. Contaba en ocasiones cómo una vez durante una tormenta en el monte de la comarca de Tierra de Campos, tuvo que resguardarse en un establo con parte de las ovejas. En un momento y, como si de una aparición diabólica se tratase, una centella entró en el establo, dio vueltas por el interior y cuando se cansó de ver las ovejas y al pobre Emeterio medio hambriento y tan pequeño de estatura; sintió compasión y se fue por una ventana. Emeterio de mozo se fue a trabajar a Asturias y consiguió trabajo en la construcción del puerto de Luanco. Allí conoció a Carmela y luego se fueron a vivir a las aldeas alrededor de Nolan, donde había trabajo en la mina, para posteriormente y de modo definitivo instalarse en la Bancada. Poco fue el trato que tuvimos con él; y, considerando que en Asturias el centro de la familia era siempre la familia de la madre, el trato había sido siempre el que permitían las vistas cortas de los fines de semana. Era bonachón con los nietos, nos dejaba jugar con una baraja que guardaba en casa, y en otras ocasiones, tendríamos que haber ido al chigre para hablar con él. Isaac sin embargo era un hombre sobrio, metódico; no bebía más que agua;  era parco en palabras y su temprana infancia había tenido lugar en Ribadesella mirando al mar. Tenía, que yo supiera, una hermana viviendo en Madrid, pero de esa hermana ya he hablado en mis escritos de La Colonia. El mundo de La Bancada nos conectaba con Campomanes y Saltiello por una parte, pero por otra era en Luanco donde teníamos una tía y, adonde así mismo fue a vivir más tarde el tío Luis, el hermano mayor de mi padre. En Saltiello o vivía el tío Miguel.

AYER PASEÉ POR NOLAN (21) La buhardilla de Emeterio y Carmela.

Me atreví a meter las narices dentro del portal y oler en profundidad el ambiente. Quizás así pudiere recuperar aquellos olores a madera añeja, a la respiración o transpiración de unas paredes que absorbían tanto los vapores de los cocidos como de las emanaciones humanas que subían y bajaban las escaleras empinadas de aquella casa. Una casa con dos plantas y una buhardilla situada al final del barrio de La Bancada ya cerca del hospital Arnaz. Una casa con vistas al Nalón y al valle de Langreo hasta alcanzar las cotas de los montes de la peña Villa por un lado y por otro el río que desciende por el puente metálico de los ingleses y el monte que sube a las aldeas de al Sienrón, de Les Pierces, Ramonal, pero que la mirada infantil en un domingo soleado por la mañana podía imaginarse el río bajando por valles y pueblos sucios de carbón; pues el Nalón bajaba con un color gris oscuro tirando a negro y oliendo a una mezcla de azufre con muchas variantes de ponzoña. Los primeros peldaños de la escalera siguen siendo de piedra; pero los siguientes peldaños quizás estén ya podridos. Cuando subíamos Jacob y yo, a ver a los güelinos aquellas escaleras de madera, estrechas y empinadas, crujían de forma inquietante hasta llegar a las dos puertas pequeñas que daban entrada a las dos secciones de la buhardilla. Al abrir allí estaba la güela Carmela vestida siempre de negro, alta de estatura para su edad; con un delantal gris y los brazos colgando con unas manos grandes inseguras. Su cara estaba casi siempre sostenida en una sonrisa y sus ojos miraban con una mirada azul flotante que nunca sabías exactamente lo que miraban; como si fuera una vista extraviada por algún golpe o fuerte trauma, pero con una vibración mezcla de desconfianza y ternura, que a medida que ibas ocupando una silla al lado de la mesa de la cocina sentías más como ternura que desconfianza. Carmela siempre movía la cabeza como si sufriera de un leve parkinson crónico. Su pelo, gris y fuerte, iba siempre recogido en un moño. Tenía una voz temblorosa que cerraba las frases con un gesto de complacencia. El busto de la gúelita Carmela se veía forzado a realizar continuas torsiones o flexiones al moverse por la buhardilla debido a que tenía que estar evitando las vigas divisorias entre un sitio y otro para no tropezar y golpearse la cabeza. Podemos verla ahora mismo cocinando con movimientos torpes en un pequeño fogón lleno de potes y cacerolas y con un depósito lateral para calentar agua que se sacaba por un grifo. Solía cocinar cocidos fuertes con generosas cantidades de chorizo, morcilla y tocino. Pero quizás nos estamos olvidando de Emeterio, el güelo Emeterio.

Hay más de una foto donde están Emeterio y Carmela juntos. Carmela aparece siempre alta, delgada, con los brazos inseguros y unas manos que no encuentran lugar para estar cómodas; y, Emeterio está allí pequeño de estatura, de constitución más bien fuerte, cabeza grande, brazos cortos y expresión apropiada para una foto que ha de pervivir en la posteridad; es decir una mirada que busca quedar asentada en una dignidad y seriedad como debe de ser. Las piernas de Emeterio son las piernas de alguien que no pudo crecer por el hambre y una mala alimentación crónica. A sus cincuenta y pico años ya necesitaba de un cayado para ayudarse a caminar. Y esa mirada del güelo en las fotos era la misma que miraba las llanuras castellanas cuando una vez huérfano de padre y madre en edad temprana, tenía que pastorear ovejas por las cercanías de Reyes de Campos en Valladolid y compartir los desperdicios con los cerdos en muchas ocasiones a la hora de comer. Emeterio bebía y, en ocasiones, debido a su estatura y a su peculiar embriaguez; los parroquianos de alguna taberna o chigre que frecuentaba se burlaban de él. Mi padre contaba cómo una vez que había ido a buscar a su padre, se había tenido que enfrentar a varios bebedores habituales de una taberna que frecuentaba el güelín; porque se estaban riendo de él pidiéndole que cantase de nuevo la misma copla para que ese efecto triste, patético y humillante de borracho bufón les sirviera de mayor espectáculo. Cuando mi hermano y yo entrábamos a la buhardilla el  güelín nos daba un beso y yo todavía siento su barba a medio afeitar y su aliento rozando mi cara. Decían que Emeterio tenía un carácter en casa insoportable, pero con los nietinos siempre se portaba con mucho cariño y siempre acababa dándonos dos pesetas a cada uno para ir al cine. Yo nunca lo había visto actuando ningún berrinche, pero sí puedo imaginarme una vena colérica en su expresión aparentemente apacible cuando se sentaba en una silla en algún rincón de la buhardilla. Emeterio murió en el año 1961 cuando vivíamos en Madrid. Tendría 65 o 66 años cuando un cáncer de estómago se lo llevó definitivamente. Recuerdo aquella frase que solía pronunciar con cierta sorna cuando estábamos allí Jacob y yo: “Mecasun crista, mecasun crista” y el mecasun crista abre como una llave la visión en conjunto de la buhardilla de La Bancada.

La buhardilla olía a ropa vieja y a cocido. Había dos habitaciones en la parte principal, una cocina que era la habitación central y luego un váter sin cisterna y con un espacio con una regadera para ducharse. Cuando coincidían todos los tíos en alguna visita familiar no se cabía en la cocina y entonces había que sentarse en las camas de las habitaciones, pues con las puertas abiertas ya estaba uno situado en el ámbito de la cocina y poder conversar sin ningún impedimento. Como los tíos y tías eran altos de estatura, el vaivén y las contorsiones para evitar darse un trompazo contra las vigas del techo, llegaba a ser un gesto o rito obligatorio ya familiar. Allí podían coincidir Miguel y su mujer Angélica; Carmen y Zacarías, Luis y Luisa la de Luanco; Joaquín y Ofelia, y Carmina que aun era soltera y vivía en la buhardilla. Más raras eran las vistas de Luisa la de la Quintana y Juan. Luego estaban los nietos, Emilio, Bernardina, Ester, Jacob y Nesal (Jeremías y Maria Luisa no habían nacido todavía; tampoco Ramiro y Esaú que nacerían más tarde en Madrid; ni Ramona y Daniel.) Luego, la buhardilla tenía otra parte que requería otra puerta de entrada. Era la habitación de los posaderos. Al abrir la otra puertuca de entrada a la izquierda había como una antesala oscura con algún baúl que otro y el mismo olor a ropa vieja, pero está vez mezclados con sudor añejo. Una vez superada la antesala se daba directamente a una habitación más larga que las otras con tres camas y una ventana a la parte de atrás de la casa. Esa era la habitación de los posaderos.