Buscar este blog

viernes, 1 de abril de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (21) La buhardilla de Emeterio y Carmela.

Me atreví a meter las narices dentro del portal y oler en profundidad el ambiente. Quizás así pudiere recuperar aquellos olores a madera añeja, a la respiración o transpiración de unas paredes que absorbían tanto los vapores de los cocidos como de las emanaciones humanas que subían y bajaban las escaleras empinadas de aquella casa. Una casa con dos plantas y una buhardilla situada al final del barrio de La Bancada ya cerca del hospital Arnaz. Una casa con vistas al Nalón y al valle de Langreo hasta alcanzar las cotas de los montes de la peña Villa por un lado y por otro el río que desciende por el puente metálico de los ingleses y el monte que sube a las aldeas de al Sienrón, de Les Pierces, Ramonal, pero que la mirada infantil en un domingo soleado por la mañana podía imaginarse el río bajando por valles y pueblos sucios de carbón; pues el Nalón bajaba con un color gris oscuro tirando a negro y oliendo a una mezcla de azufre con muchas variantes de ponzoña. Los primeros peldaños de la escalera siguen siendo de piedra; pero los siguientes peldaños quizás estén ya podridos. Cuando subíamos Jacob y yo, a ver a los güelinos aquellas escaleras de madera, estrechas y empinadas, crujían de forma inquietante hasta llegar a las dos puertas pequeñas que daban entrada a las dos secciones de la buhardilla. Al abrir allí estaba la güela Carmela vestida siempre de negro, alta de estatura para su edad; con un delantal gris y los brazos colgando con unas manos grandes inseguras. Su cara estaba casi siempre sostenida en una sonrisa y sus ojos miraban con una mirada azul flotante que nunca sabías exactamente lo que miraban; como si fuera una vista extraviada por algún golpe o fuerte trauma, pero con una vibración mezcla de desconfianza y ternura, que a medida que ibas ocupando una silla al lado de la mesa de la cocina sentías más como ternura que desconfianza. Carmela siempre movía la cabeza como si sufriera de un leve parkinson crónico. Su pelo, gris y fuerte, iba siempre recogido en un moño. Tenía una voz temblorosa que cerraba las frases con un gesto de complacencia. El busto de la gúelita Carmela se veía forzado a realizar continuas torsiones o flexiones al moverse por la buhardilla debido a que tenía que estar evitando las vigas divisorias entre un sitio y otro para no tropezar y golpearse la cabeza. Podemos verla ahora mismo cocinando con movimientos torpes en un pequeño fogón lleno de potes y cacerolas y con un depósito lateral para calentar agua que se sacaba por un grifo. Solía cocinar cocidos fuertes con generosas cantidades de chorizo, morcilla y tocino. Pero quizás nos estamos olvidando de Emeterio, el güelo Emeterio.

Hay más de una foto donde están Emeterio y Carmela juntos. Carmela aparece siempre alta, delgada, con los brazos inseguros y unas manos que no encuentran lugar para estar cómodas; y, Emeterio está allí pequeño de estatura, de constitución más bien fuerte, cabeza grande, brazos cortos y expresión apropiada para una foto que ha de pervivir en la posteridad; es decir una mirada que busca quedar asentada en una dignidad y seriedad como debe de ser. Las piernas de Emeterio son las piernas de alguien que no pudo crecer por el hambre y una mala alimentación crónica. A sus cincuenta y pico años ya necesitaba de un cayado para ayudarse a caminar. Y esa mirada del güelo en las fotos era la misma que miraba las llanuras castellanas cuando una vez huérfano de padre y madre en edad temprana, tenía que pastorear ovejas por las cercanías de Reyes de Campos en Valladolid y compartir los desperdicios con los cerdos en muchas ocasiones a la hora de comer. Emeterio bebía y, en ocasiones, debido a su estatura y a su peculiar embriaguez; los parroquianos de alguna taberna o chigre que frecuentaba se burlaban de él. Mi padre contaba cómo una vez que había ido a buscar a su padre, se había tenido que enfrentar a varios bebedores habituales de una taberna que frecuentaba el güelín; porque se estaban riendo de él pidiéndole que cantase de nuevo la misma copla para que ese efecto triste, patético y humillante de borracho bufón les sirviera de mayor espectáculo. Cuando mi hermano y yo entrábamos a la buhardilla el  güelín nos daba un beso y yo todavía siento su barba a medio afeitar y su aliento rozando mi cara. Decían que Emeterio tenía un carácter en casa insoportable, pero con los nietinos siempre se portaba con mucho cariño y siempre acababa dándonos dos pesetas a cada uno para ir al cine. Yo nunca lo había visto actuando ningún berrinche, pero sí puedo imaginarme una vena colérica en su expresión aparentemente apacible cuando se sentaba en una silla en algún rincón de la buhardilla. Emeterio murió en el año 1961 cuando vivíamos en Madrid. Tendría 65 o 66 años cuando un cáncer de estómago se lo llevó definitivamente. Recuerdo aquella frase que solía pronunciar con cierta sorna cuando estábamos allí Jacob y yo: “Mecasun crista, mecasun crista” y el mecasun crista abre como una llave la visión en conjunto de la buhardilla de La Bancada.

La buhardilla olía a ropa vieja y a cocido. Había dos habitaciones en la parte principal, una cocina que era la habitación central y luego un váter sin cisterna y con un espacio con una regadera para ducharse. Cuando coincidían todos los tíos en alguna visita familiar no se cabía en la cocina y entonces había que sentarse en las camas de las habitaciones, pues con las puertas abiertas ya estaba uno situado en el ámbito de la cocina y poder conversar sin ningún impedimento. Como los tíos y tías eran altos de estatura, el vaivén y las contorsiones para evitar darse un trompazo contra las vigas del techo, llegaba a ser un gesto o rito obligatorio ya familiar. Allí podían coincidir Miguel y su mujer Angélica; Carmen y Zacarías, Luis y Luisa la de Luanco; Joaquín y Ofelia, y Carmina que aun era soltera y vivía en la buhardilla. Más raras eran las vistas de Luisa la de la Quintana y Juan. Luego estaban los nietos, Emilio, Bernardina, Ester, Jacob y Nesal (Jeremías y Maria Luisa no habían nacido todavía; tampoco Ramiro y Esaú que nacerían más tarde en Madrid; ni Ramona y Daniel.) Luego, la buhardilla tenía otra parte que requería otra puerta de entrada. Era la habitación de los posaderos. Al abrir la otra puertuca de entrada a la izquierda había como una antesala oscura con algún baúl que otro y el mismo olor a ropa vieja, pero está vez mezclados con sudor añejo. Una vez superada la antesala se daba directamente a una habitación más larga que las otras con tres camas y una ventana a la parte de atrás de la casa. Esa era la habitación de los posaderos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario