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martes, 26 de abril de 2011

NADIE ESPERABA A WILLY HURTON

La iglesia era pequeña. Era de madera seca. Dentro había veinte feligreses cantando himnos al Señor. Olía a madera seca y el calor del desierto se aliviaba con un gran ventilador que un muchacho mexicano hacía girar con una cuerda. El Reverendo cantaba también con voz desgañitada. Su mujer tocaba el viejo órgano con poca gracia. Hacía mucho calor. La mañana era endemoniadamente calurosa.

Pararon de cantar y cuando el Reverendo se disponía a leer la Biblia lo oyeron. Al principio fue como un ligero trote. Un segundo más tarde y antes de comenzar a leer el primer versículo ya se sabía que era un trote que provenía de la lejanía del desierto. El pastor comenzó a leer, pero la membresía ya estaba pendiente del trote cada vez más cercano. Hacía demasiado calor para escuchar con concentración la Palabra de Dios. El trote les sacaba del sopor y, pronto, oyeron el relinchar del caballo ya a punto de ser atado a la barandilla del viejo corral adyacente a la iglesia. El Reverendo siguió leyendo al viejo Isaías y empujaba las palabras con sequedad. Su mujer lo observaba sentada en un lateral de la pequeña iglesia.

De repente alguien abrió las dos puertas con estrépito. La membresía se quedó mirando al iracundo visitante. Era Willy Hurton. Hacía años que había desaparecido del pueblo. Se había escapado con la mujer del herrero Harry Jones; un hombre apocado y siempre confiado. Nunca se había sabido más de ellos y el apocado herrero sufría su engaño con un mayor retraimiento y una fuerte tendencia al trago. Ya no confiaba en nadie. Y ahora ahí estaba Willy Hurton desafiante, con la barba crecida y un olor a demonios. Llevaba el sombrero caído para tras sujeto con una cinta. El Reverendo paró su lectura y se quedó mirando a aquella figura de rostro adusto y cansado.

― Reverendo Hamilton― gritó Willy de un modo tan arrogante como sacrílego ―. Deje de leer sandeces a esta pobre gente.

La membresía se quedó atónita. Nadie esperaba nada bueno de Willy Hurton y todos se preguntaban qué habría sido de la pendeja de Mary Jones que no venía con él. De repente, y sin que nadie pudiera impedirlo, se fue directo al atril y empujó al pastor de tal manera que tambaleándose fue a dar con sus posaderas al duro banco de madera de nogal donde se sentaba el presbítero Stenton. Stenton no estaba hoy. Llevaba días en la
cama con fiebre. Entonces Willy Hurton sacó su revolver y lo puso al lado de la Biblia. Era la advertencia que hacía al sheriff Patrik Carton. Patrik Carton se dio cuenta que no había que afrontarlo. Hacía demasiado calor en Sand Creek. Era preferible esperar.

Entonces Willy cogiendo la Biblia se puso a leer en voz alta:

― ¡¡No hay Dios, no hay Dios. Es todo mentira. No hay Dios¡¡. ¡¡Pueblo de Sand Creek habéis de saber que no hay Dios!! Es todo mentira. Reverendo Hamilton, es usted un tramposo y un mentiroso.

Todos quedaron petrificados. Nadie sabía qué hacer. El mismo demonio había entrado en la iglesia a blasfemar. Entonces Willy, salido de sí,  tiró la biblia al aire y con su revolver gasser disparó tres veces al viejo libro de pastas de piel negra. La Santa Palabra cayó al suelo con las hojas trastocadas. Hubo un silencio profundo con olor a polvora quemada.

Luego Willy se dirigió a la puerta lateral; salió al patio donde crecían los chaparrales y los mesquites y se largó. Todos pudieron oír su trote. Pero todos sabían que era un trote hacia la muerte. Quien había cruzado el desierto para llegar a Sand Creel, no podía volver el mismo día por donde había venido sin haber dado de comer y beber a su caballo y a su mismo cuerpo. No cabía duda que Willy Hurton había sido siempre un maldito pendejo de la chingada.

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