Recuerdo el día de la boda del tío Miguel en Mieres cuando una mañana muy temprano mis padres, alquilaron en el barrio la Nolana un coche de punto o taxi que también llamaban “la rubia” por la carrocería de madera que llevaba. Tendría que ser muy pequeño todavía porque sólo me acuerdo de montar en “la rubia” y de llegar a Mieres lloviendo cerca de la Plaza de Abastos y calles consiguientes. Todos los detalles de la boda los tengo olvidados. Aunque no tengo olvidados los detalles de otra vista a Mieres hecha en el año 58, cuando ya vivíamos en Madrid y en un viaje de visita a Asturias fuimos a Saltiello de Lena a visitar a Miguel y a Luis. Primero cogimos el autocar de Autos Rebollar en la Nolana, y cuando subíamos el alto de Santo Emiliano. En una parada; un perro empezó a ladrar al autobús. Jacob entonces le respondió ladrándole desde la ventanilla y el perro también y Jacob más todavía y recuerdo que el espectáculo empezó a llamar la atención de todos, tanto de la gente que estaba cerca de la parada que no paraban de reírse, como de los viajeros del autobús. Luego Jacob empezó a marearse y vomitar y el viaje para él fue de lo más horrible hasta llegar a Mieres. Jacob solía marearse cuando viajaba y como en esa época no era costumbre tomar pastillas contra el mareo, pues tenía que aguantar los mareos de los viajes en vivo. Esta vez Mieres me pareció una villa agradable, con mucha vida, pues era día de mercado y además el tiempo era soleado. El recuerdo que me viene está asociado más a una población que surge entre los montes y valles verdes de una Asturias fuera de todo tiempo normal, donde la gente disfruta paseando por las calles y tomando cafés o bebidas en las terrazas. Luego llegamos a Campomanes en tren y después caminamos carretera arriba por el Valle del Huerna para llegar, después de dos kilómetros a Saltiello. En el pueblo, que estaba en fiestas, nos esperaban Luis, Miguel y la prima Ester. Hay fotos donde se ve esta llegada cerca del bar casa María. Todos estamos contentos en un día precioso de sol en la aldea rodeados de montañas verdes y viendo el Huerna cristalino alimentando un molino con sus cantos rodados limpios y un olor a naturaleza virgen que nos hacía sentirnos tan libres como los corzos.
La familia de la Bancada tenía esta tonalidad transmontana que conectaba con los pueblos y aldeas de la Asturias vista con los ojos míticos de la infancia. Mis primos Emilio y Bernardina vivían en Campomanes. Luis y Miguel en Saltiello. Luisa de la Quintana en Luanco y un primo de mi padre llamado Pepe en Arcame, también en Luanco. Más tarde Zacarías y Carmen se fueron a Bélgica y Alemania. Visitar a los tíos implicaba coger trenes y autocares para llegar a sitios preciosos, a aldeas o pueblos muy distintos de Nolan, y siempre visitados con una tonalidad de alegría y recreo. Recuerdo que desde muy pequeño me asomaba a las ventanas de la buhardilla que daban al Nalón y desde allí veía los montes del pico Villa que cierran el Valle de Langreo, pero que yo me imaginaba lejísimos. Aquellos montes estaban ligados a un mundo más allá de Nolan, ese mundo que se veía en las películas; o, que se podía sentir cuando cogimos una vez el tren de Langreo para ir a Gijón. La Bancada significaba imaginativamente para mí el contacto con la lejanía, con la apertura a un mundo que parecía estar esperándome. ¿Por qué era así? ¿Por qué se forman estas tonalidades imaginativas que luego han de influir en el desarrollo de las personas? El mundo de mi familia de La Alquería lo sentía más como un mundo familiar, local, de arraigo y raíces profundas. El mundo de La Bancada era más mutante, flotante, de desarraigo y lejanía familiar. Un mundo que invitaba a salir fuera, a visitar otros países; a conseguir aventuras. Todo ello forma parte de ese misterio que son las tonalidades de nuestra alma, tan personales, tan íntimas; tan incomunicables muchas veces, pero que impregnan las percepciones del mundo de acuerdo a una topografía interna, profundamente interna, de las emociones, de los sentimientos, de la sensibilidad y la imaginación. Cada uno de nosotros llevamos un mundo nuestro que se ha ido formando en los escenarios propios de nuestra conciencia. Por eso a lo largo de estos episodios Nolan comienza a adquirir una vida propia al modo de un ente que me ha ido nutriendo de sensaciones desde el mismo día de mi nacimiento. Salí de Nolan cuando tenía todavía seis años y de allí nos fuimos a vivir a Madrid. Bien es verdad que volvimos más veces de visita, pero la Nolan de verdad, la que marcó definitivamente mi alma con sus misteriosas improntas, fue la Nolan de mi temprana infancia.
Mi padre se fue a Madrid a principios de 1956. La empresa sueca Munjord le había contratado para trabajar como demostrador técnico de material de perforación por todas las minas de España. Mi padre en aquellos años trabajaba en el Pozo María Portal de Ciaca, al extremo sudoriental del Concejo de Langreo. De muy pequeño mi madre me llevaba muchas veces a llevar la comida a mi padre en una cesta de mimbre donde estaba la potina con les fabes y luego otra tarterita con la tortilla de chorizo o el pescao; todo dependía del día. Además estaba la media barrina de pan y la bota de vino. Recuerdo ver salir a mi padre con la cara negra y más tarde una vez limpio estar allí viéndole comer, conversar y luego vuelta al autobús unas veces o otras andando; todo dependía del presupuesto. El pozo de la mina me impresionaba sobremanera con aquellas salas de compresores y máquinas y la jaula del pozo subiendo y bajando a las profundidades de la tierra. Nolan, Langreo; el valle del Nalón eran todo pozos, minas, fábricas, talleres, lavaderos, hornos, escombreras y el flujo de un río con sangre negra.
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