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lunes, 11 de abril de 2011

MI AMIGO JUAN Y EL EBANISTA

Vi a mi amigo Juan que lleva prejubilado más de 7 años, pues se prejubiló de los astilleros del Barcomocho con 50 años. Juan estaba hablando con un señor ya mayor, de unos setenta y pocos años. Cuando me vio trató de acabar la conversación cuanto antes y no pasaron ni diez segundos para que la conversación concluyera con una despedida. Entonces vino a mí y me saludó efusivamente y qué tal estaba en mi nueva condición de prejubilado de la enseñanza y cosas así que tratan de entrar en tema de conversación. Entonces me dijo que ese señor con el que estaba hablando era uno de los mejores ebanistas de Gijón. Que ya lo estaba dejando porque le había dado un telele en la cabeza y se estaba recuperando y ya no podía llevar el taller como lo venía haciendo hasta el momento. También me contaba en la esquina de la calle Aragón con la Ronda de Camiones, que ese señor tenía un taller propio en Contrueces y que él lo visitaba alguna vez y que era un taller bien montado con buenas máquinas y buenas herramientas para trabajar a gusto. Trabajaba él solo y siempre tenía una lista de trabajo encargado por gente diversa de Gijón dispuesta a pagar por un trabajo semi artesano lo que pidiera. Decía Juan que era un manitas y que trabajaba a su ritmo y aire. A veces, cuando se le antojaba, cerraba por un tiempo el taller y se iba a tomar un vinín o un pinchín a algún bar y leer la prensa. Era un ebanista muy bueno y muy curioso trabajando. El mejor ebanista de Gijón, me repitió Juan.

Pero había más. Mi amigo también me trató de recordar a un chaval que iba con nosotros a la Escuela de Maestría nocturno.
― Sí, hombre ―, me dijo él. ― ¿Te acuerdas de aquel que llamábamos Mareo, porque vivía en Mareo?
― Pues cagon tal, no soy a acordarme ―, le dije yo;
―Sí, hombre. Tenía el pelo así un poco pincho y de aquella ya tenía moza que también estaba en el mismo curso y era bastante más joven que nosotros.
― Pues cagon tal, no soy a acordarme, le dije yo; pero si me suena ese nombre ―, le respondí yo. Sí, me medio daba cuenta del tal Mareo, aunque no de la moza.
― Pues era hijo de este señor que te cuento, que después de acabar delineante siguió trabajando de fresador en un taller de precisión del Natahoyo. Era muy bueno. Un chaval curioso trabajando que luego se casó con esa chavala y tuvieron dos chiquillos. Muy majo Mareo, era muy majo.
― Mira que intento acordarme más pero no, solo me viene el nombre ―, volví a asentir con gestos de incertidumbre.
― Pues este chaval, hace años tuvo un accidente en el taller y jodió dos o tres dedos de la mano derecha. Tuvo que coger una baja larga que acabó en un retiro temporal, y mientras esperaba para que le dieran el retiro definitivo; si lo conseguía, pues vendía seguros y yo a veces lo veía y le preguntaba ¿qué ya cogiste la baja definitiva al cien por cien? Era buen chaval y muy curioso trabajando. Como el padre, que era el mejor ebanista de Gijón. Un señor muy trabajador.
― Qué suerte poder trabajar en un taller propio con tu propio horario, y haciendo esos muebles que a ti te gustan a tu ritmo; y, por encargo de gente que aprecia tu trabajo y te paga bien y con una lista de espera … ¡Joder, cojonudo! ― repasé yo.
― Sí, pero ahora está jodido este hombre con ese telele y lo deja y no sabe a quién dejarlo; un tallerin tan cojonudo, con máquinas buenas y buena herramienta de trabajo. Y ¿sabes que le pasó al hijo no hace mucho, a Mareo?
― No. ¿Qué le pasó?
― Pues un día, no hace mucho, lo vi yo por la calle y le pregunté que qué tal, que si había conseguido el retiro total con el cien por cien. Y me dijo que sí y que estaba contento, pues todavía tenía la cría de dieciséis años que tenía que seguir estudiando. Pero el otro día me entero que estando en casa y yendo de la cocina al comedor cae al suelo y queda fulminantemente muerto. Cagon la leche, precisamente cuando ya había conseguido la baja total con el cien por cien. Tenía cincuenta años.

Yo quedé triste. En fin, así es la vida y tal y cual. Era evidente que ya había que acabar la conversación pues Juan miraba al reloj.
― Bueno, tengo que marchar que está la mujer esperándome.
― Bueno, pues a ver cuándo nos vemos otra vez. Un poco triste lo que me dices, bueno. Adiós.

Cuando se fue quedé un tanto pensativo. Sentí cierta melancolía. De repente, sin quererlo ni beberlo conocía la vida de una familia que parecía vivir tranquila con su taller a la medida, con el hijo trabajando en otro oficio digno. Pero todo tiene su fin. El tiempo todo lo va diluyendo, destruyendo, y otras vidas siguen viviendo otras cosas: alegrías breves, tristezas y desgracias algunas más.

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