Cogí el coche aquella tarde y me metí por
carreteras
comarcales que tiraban al monte. Llevaba música de
Bob Dylan y el
paisaje era
verde frondoso, con muchas tonalidades de verde, con prados a un lado y
otro,
pero también pequeños bosques de castaños, de hayas, de robles y otros.
Pero
también de destructivos eucaliptos que en esta región norteña de la
península
generan mucho dinero por la cuestión de la industria del papel y otros
derivados. Entonces se prefiere agotar terrenos inmensos de monte a
favor del
eucalipto, ahora en el presente; y, luego en años venideros pues ya
veremos cómo
acaba toda esta erosión. Y, como dicen aquí en esta región: “el que
venga detrás
que arree.” Se veía un paisaje bucólico, de romanticismo profundo; lleno
de colinas de mucha
pendiente que formaban pequeños valles de ensueño, pero era también un
paisaje desordenado; abandonado. Se notaba descuido y cierta
desidia. En algunas zonas, sin embargo, se notaba otra conciencia
respecto al paisaje: había
más cuidado, más esmero. Toda una mezcla de actitudes e intereses.
Poco a poco fui subiendo una colina. La subida se fue
haciendo más pendiente hasta llegar a meter la primera. Tiré así por un tiempo
que me pareció eterno. Por fin llegué a una especie de pequeño llano y luego la
carretera acababa en una especie de aparcamiento cerca de una mansión. La mansión
se anunciaba como un bar-hotel. Me pareció extraño aquel inesperado paisaje,
pues más allá del llano y del aparcamiento solo se veía un límite final a la
carretera y a la colina. Fui acercándome al aparcamiento y de repente me di
cuenta que el límite de aquel terreno era un inmenso barranco, quizás algo así
como un descomunal cañón de una altura increíble. Me entró cierto vértigo. ¿Cómo
era posible que existiera este atroz accidente geológico a varios kilómetros de
mi casa y mi ciudad y yo, y la gente conocida, jamás habíamos oído hablar de
tal impresionante barranco? Salí del coche y al ponerme a mirar creía que
estaba mirando a una de esas grietas cataclísmicas del planeta Marte o de
cualquier novela de ciencia ficción. Me entraba un sudor frío que desembocaba
en un auténtico paroxismo provocado por la inexplicable sorpresa que me inundaba
todas las vísceras. Era una auténtica proeza geológica que no acababa de
asimilar. Quise arrimarme y mirar hacia la profundidad y no veía más que roca
vertical sin percibir fondo alguno dentro de las medidas racionales a que
estaba acostumbrado mi cerebro en esta región. La distancia de la otra orilla
la calculé grosso modo en cinco kilómetros.
Con el aliento medio cortado me dirigí al bar-hotel. Al
entrar había varios hombres con atuendos de escaladores o montañeros. También
había como un grupo de chavales de los Boy-Scouts con sus uniformes y
distintivos. En otra mesa solitaria había una señora ya mayor bebiendo una
cerveza. Uno de los ventanales daba directamente al inmenso vacío. Me arrimé y
quise ver a un kilómetro o más de profundidad vertical algo así como un río de
gran caudal. La gente sin embargo parecía estar allí con toda naturalidad.
Hablaban entre ellos. Contaban anécdotas que no lograba entender. Los
boy-scouts seguían las instrucciones de un guía que supongo les estaba explicando en qué iba a
consistir la excursión hacia el abismo. Fui a la barra y pedí una caña. El
barman me sirvió con la mayor naturalidad del mundo. Yo me atreví entonces a
preguntar.
—Oiga, ¿cómo es posible que tengan ese abismo ahí mismo y
gente como yo que vivimos en Gijón; o sea, a dos pasos de aquí, no nos hemos
enterado de su existencia ni de la existencia de este bar-hotel?
El barman entonces sin dejar de colocar unos vasos en el
lavavajillas me respondió con toda tranquilidad.
—Qué quiere que le diga. El Barrancón lleva aquí desde que
se hizo el mundo, supongo yo. Yo siempre lo conocí aquí y aquí puso el negocio
mi padre hace ya cincuenta años. Clientes no nos faltan. Ahora con Internet y
las guías de viaje tan buenas, pues nos llega gente de todo el mundo y se lo
pasan bomba viendo esta maravilla. Tenemos algunas rutas de excursión muy
seguras, pero llegar al fondo es algo que solo los mejores y más preparados en
el alpinismo pueden hacer. Abajo está el Gran Río y luego dicen que hay todavía
restos de una antigua vía minera con sus túneles ya hundidos. Yo nunca bajé a
verlo, pero algunos que bajaron sí lo cuentan. — Seguidamente el barman fue a
atender a la señora que le estaba haciendo señales.
Yo, impresionado, seguí viendo aquella maravilla de la
naturaleza desde el ventanal. ¿Cómo era posible que jamás de los jamases nadie
de mi entorno social o familiar me había hablado de aquello? ¿Y la prensa y la
televisión local? Nadie, absolutamente nadie, se había dado cuenta de aquel
abismo y sus posibilidades. Me di cuenta ahora que estaba más cerca que los
scouts hablaban una lengua nórdica y los alpinistas parecían hablar francés
canadiense. Acabé la caña, pagué y me despedí. Fui al coche y me fui alejando
despacio de aquel sitio. Cuando llegara a Gijón, pensaba yo todo emocionado, tendría mucho que contar, sería
el primero que supiera anunciar a todo el mundo lo que teníamos a tiro de
piedra y sin ser capaces de verlo. Sin ser capaces de verlo. Sin tan solo ser
capaces de haber llegado nunca a ello.
La música de Boib Dylan seguía sonando con su tonalidad nasal.