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lunes, 28 de enero de 2013

EN TERRITORIO CELTIBÉRICO

En el cruce una furgoneta giró a la derecha teniendo el semáforo ya en rojo y por lo tanto al sobrepasar el semáforo invadió azarosamente el paso de peatones por donde se disponía a pasar un señor mayor, posiblemente un jubilado dando su paseo matutino, que al verse forzado a parar en seco para que la furgoneta blanca no le segara la vida; o le chascara los huesos, o le rompiera el cráneo; o le aplastare contra el asfalto; pues este hombre pequeño de estatura; quizás demasiado pequeño de estatura, pero proporcionado; o sea, sin llegar a ser enano o raquítico; más bien esa modalidad de raza celtibérica de homínido minúsculo, pero trabado y con mucha mala leche llegado el caso: y en este caso nuestro hombre, vestido con un jersey azul y pantalón crema, comenzó a llamar imbécil e hijo de puta a voces al anónimo conductor de la furgoneta; pero lo hacía nuestro hombre de tal manera que todo su ser, todo él, celtibérico bien trabado; se transformó en pura ira, se desató en demencial cólera; en la más pura blasfemia lujuriosamente ofensiva; yo diría peligrosamente mortal; algo que pocas veces había contemplado en mi ya algo larga vida.

La furgoneta siguió sin tan siquiera percatarse de aquel ciudadano jubilado encendido en forma de rayo, de llamas y centellas; de pura voz vengativa. Una vez desfogado, y poco a poco apaciguado; fue cruzando su semáforo todavía en verde y yo le iba siguiendo detrás. Pero como iba el hombre bastante desajustado en su visceral mal humor y con necesidad de compartirlo con alguien, pues comenzó a hablar conmigo mencionando el incidente a base de gestos y el rostro bastante congestionado. Yo entonces dije para mí, ¡glup!, este hombre me va a comprometer en una conversación indeseada. Y así fue como empezó a contarme lo sucedido y luego la asociación de experiencias que acompañan a lo sucedido en lugares diferentes y en su pueblo de origen y en aquella ciudad donde había hecho la mili; y lo que le ocurrió un día con su mujer cuando iban a la playa; y la conversación siguió avenida abajo y fui descubriendo que una vez enfriada la fuerte indignación y una vez calmada la tormenta; de aquel rostro salía una voz normal que curiosamente parecía desvelar una buena persona que empezó a decir cosas de persona capaz de olvidar y perdonar con la misma rapidez con que había montado en santa cólera. Fue así que la conversación fue durando unos minutos más pues íbamos caminando en la misma dirección hasta llegar a la altura de una travesía que lo conducía directamente a su casa.

Aquellos minutos fueron minutos de apertura a un nuevo mundo que nuestro hombre iba presentando en su conversación en clave afable. Así que sin quererlo descubrí un nuevo territorio que podría haber seguido explorando de haberse extendido en inesperado momento.

viernes, 18 de enero de 2013

EL VIEJO ICE ODIABA EL MUNDO

El viejo Ice odiaba el mundo. Miraba al firmamento y odiaba el firmamento en las noches estrelladas. Cuando cruzaba los mercados de los pueblos entre los territorios indios y la frontera mexicana, sentía profunda compasión por todos los humanos.
Pues los humanos eran las víctimas de un universo diabolicamente trastornado. No había humano sobre la tierra que no estuviera loco. No había conocido a ningún humano que no padeciera de alguna modalidad de locura. Había humanos más inocentes que otros. Había humanos más perversos que otros. Pero todos padecían de alguna tara cerebral o espiritual o mental. Todos estaban locos de remate.
La Biblia era su libro maldito. Capítulo a capítulo iba descubriendo la terrible impotencia humana ante sus dioses; ante su terrible Dios Jehová; la impotencia de los mesías siempre prometidos porque nunca era posible que un Mesías de verdad llegara a imponer un Reino Justo de Dios sobre la Tierra

Por eso, para compensar su enfermiza turbación ante la miseria humana, tenía que acompañar su obsesiva lectura diaria de la Biblia con media botella de whisky. El whisky y la Biblia mezclaban bien. El horror del pecado y la impotencia humana con su Dios requerían de una buena borrachera.
Cuando llegaba al Apocalipsis era el momento de la más terrible violencia vengativa jamás imaginada. Entonces pedía una botella entera para celebrar la destrucción de la Tierra y el día del Juicio Final con sus ángeles vengadores destruyendo bestias horribles, monstruos cataclísmicos y Nuestro Señor Jesucristo allí mismo dirigiendo las tropas celestiales: “Amarás a tus enemigos como a ti mismo”, “Bienaventurados los pacíficos porque ellos verán el Reino de los Cielos”, habían dicho anteriormente los evangelios.
Y luego volvía a empezar por el Génesis.

Otro Génesis.

Salió entonces del pueblo y se dirigió a las montañas. Nunca más volvió, ni se sabe qué fue lo que le aconteció en tan solitarios parajes.

sábado, 12 de enero de 2013

EL VIEJO ICE

Decían que era como el hielo, frío y alejado de todo sentimiento. Nadie sabía cómo se llamaba, pero todos lo conocían como Ice. Su vida era un misterio. Sus compañeras eran su biblia y su botella de whisky. Sus amigos eran sus perros, su mula y su viejo rifle. No había más.

Solía llegar a nuestro pueblo al comenzar el invierno. Vendía con facilidad todas sus pieles el primer día. Las colocaba sobre la balaustrada del saloon de Buck y allí acudía todo el pueblo hasta agotarse las existencias. Más tarde, construía su choza cubierta con pieles sobrantes de bisonte cerca del cementerio.

Por las tardes; ya una vez anochecido, se dirigía al saloon de Huck a beber su media botella de whisky. Se sentaba en la mesa de una esquina solo con su biblia. Leía siempre la Biblia bajo uno de los candiles. Decían que la podía recitar de memoria. Luego, después de vaciar la media botella, volvía a su choza cerca del cementerio; daba de comer sus perros y se acostaba. Después era el silencio más absoluto.

Solía nevar pronto, ya que nuestro pueblo estaba lo suficientemente elevado para ser de los primeros en recibir la nieve en aquel territorio. Cuando la nieve cubría el pueblo, todo languidecía en un triste sopor. Tan solo nos mantenía vivos las horas que dedicábamos al saloon de Huck. Allí nos medio emborrachábamos todos sin saber ya que hablar o qué contar. Ice siempre permanecía en su mesa bajo el candil leyendo la Biblia. Poco a poco; y, a medida que iba pasando las páginas, iba al mismo tiempo dando cuenta de su media botella de whisky.

Nadie sabía su edad. Se podía decir que era viejo, pero nadie sabía su edad exacta. Podía tener sesenta, pero también ochenta. En realidad ya a nadie le importaba. Nos habíamos acostumbrado a su silencio, a su media botella de whisky y a su biblia. A nadie le preocupaba su choza cubierta de pieles al lado del cementerio, y a nadie le importaba sus perros, su mula y menos su viejo rifle. Todo el mundo lo dejaba en paz. Todo el mundo respetaba su silencio. Cuando llegaba la primavera y el primer deshielo, Ice desmontaba su choza, enrollaba sus pieles, metía sus escasas pertenencias en un par de alforjas que cargaba sobre la mula y se iba por el camino de las montañas sin despedirse de nadie, sin decir nada. Ni tan siquiera sus perros ladraban.

Un invierno dejó de venir. Las nieves cubrían de nuevo el pueblo. Volvíamos a frecuentar el saloon de Huck y a vaciar botellas de whisky. Pero aquel invierno fue diferente. Nos faltaba algo. Nos faltaba alguien. Mirábamos hacia la mesa del rincón donde Ice solía sentarse a beber y leer su biblia y nos entraba tristeza. Había un vacío; una ausencia que no sabíamos cómo encajar.

Todos sabíamos que Ice nunca había hablado más que lo justo para vender sus pieles. Nadie sabía quien era, nadie sabía su edad exacta. Nadie sabía adónde había ido.

Pero todos le echábamos de menos.

LA TOS

Sentí que tosía, pero estaba fuera de la habitación. Así que salí de la habitación al pasillo, pero volví a oír su tos profunda afuera en el rellano de la escalera. Abrí la puerta de la casa pero ahora la tos surgía del ascensor. Esperé a que subiera el ascensor y cuando bajé al portal la tos ahora procedía de la calle: era una tos profunda, cargada de impurezas. Salí a la calle, pero ahora la tos era claro que venía del parque más arriba. Fui corriendo al parque, pero tampoco había llegado a tiempo; la tos ahora venía del camino que salía de la ciudad. Corrí como un endemoniado en busca de Mirkal que seguía tosiendo en profundidad y recorrí el camino de salida de la ciudad hasta llegar a cruzar huertas y prados, pero la tos ahora surgía de bosques lejanos. Me dirigí a los bosques lejanos y su tos ahora resonaba con un eco expansivo que llenaba el bosque de tristeza y angustia. Buscaba su origen corriendo de allá para acá, pero era imposible llegar a ella. Entonces la tos volvió a resonar con lejana fuerza allá en los picos de las montañas. Subí con gran esfuerzo las montañas siempre siguiendo la estela de la tos y su profundo carraspeo, pero aun en las cimas nevadas y solitarias no era capaz de descubrir el origen, la figura de Mirkal se desvanecía a lo lejos sin yo poder alcanzarla. Y así ocurrió que ya su tos procedía de los aires, de más allá de las nubes. Cerré los ojos con fuerza y sentí que flotaba en las nubes y que la tos provenía todavía de más allá de las nubes, incluso más allá de los planetas. Me sentí lanzado con inusitada fuerza hacía los confines del espacio visible cruzando las órbitas de los planetas y dejando el sol brillando como una tenue centella; pero la tos de Mirkal seguía sonando con fuerza más allá de las galaxias, más allá del universo. Y llegué a los confines del universo. Allí me rendí y me desmoroné en la más angustiosa desesperación: la tos seguía emanando de un infinito desgarrador al cual era ya imposible seguir: simplemente ya todo se transformaba en una nada, en un absoluto silencio, en una total oscuridad donde los sentidos perdían su jurisdicción. Me retiré a tiempo desconsolado, pero cuando volvía a mi normal existencia aquella tos sonaba con todavía mayor estrépito, pero ahora era más allá de toda existencia, más allá de mis sentidos; era una tos que provenía de las ignotas profundidades de mi mismo ser.

viernes, 11 de enero de 2013

LOS McDONALD'S Y EL PASO DEL TIEMPO

El primer McDonald’s que visité en mi vida fue en Pasadena, Texas, en diciembre del año 74. A los pocos días me casaba en la Primera Iglesia Metodista de Pasadena. Recuerdo que la señora Agnes Bjrweaas nos llevó a los críos y a mí al McDonald’s. Los críos se pusieron locos de contentos cuando sabían que iban a comer en el McDonald’s. Yo no tenía ni pajolera idea de lo que podría ser aquello. Pensaba que se trataría de algún sitio de comidas regentado por un tal McDonald’s; y, el tal McDonald’s pues debía de ser un señor bastante afable con los niños por lo que podía ver. Quizás les daba de comer aquello que más ansiaban. Pasadena para mí era como una ciudad salida de cualquier película de ciencia ficción en clave western. Los espacios eran inmensos y el McDonald’s resultaba ser un restaurante muy moderno, muy iluminado, de mucho colorido; con mucho movimiento de familias, con mucho orden y rapidez a la hora de servir. No acertaba a ver al afable y bondadoso Sr. McDonald’s. Imposible imaginarme un McDonald’s en mi barrio obrero de Pumarín en Gijón. A lo largo de mis años de estancia en USA fui conociendo muchísimos McDonald’s.

Visitaba con alguna frecuencia el McDonlad’s del campus de la Universidad de Texas. Estaba situado en el Dobbie Mall y allí también solía tomar un café por las mañanas y me ponía a estudiar. Gijón quedaba a mil años luz en espacio y tiempo. Luego era muy normal parar en los McDonald’s en cualquier autopista y en cualquier dirección en mis muchos viajes a través de los EEUU de América.

Curiosamente llegué a trabajar en uno de ellos. En el año 1987 dejé de trabajar en un High School de Alexandria en Virginia, no muy lejos del Pentágono; para cuidar a mi bebita que tenía unos meses. Por las tardes entonces me puse a trabajar en un McDonald’s de la zona. Freía hamburguesas y patatas fritas, cambiaba el aceite de las espumaderas; sacaba del frigorífico las hamburguesas ya listas para freír, traducía al francés las órdenes que daba el supervisor a los haitianos que no entendían inglés y a algunos hispanos que tampoco espikeaban ínglish; y, también servía los menús en el mostrador. Luego, al final limpiaba con la mopa el suelo con todo el mundo. Una gran experiencia mal pagada. A veces mis antiguos alumnos me pedían un menú y no se lo creían que yo estaba trabajando allí flipeando (flipping) hamburguesas. “Pedid rápido que tengo mucho trabajo”, les decía medio en broma.

Después de varios años y ya de vuelta a Asturias he aquí que en  el año 1993 ponen el primer McDonald’s en la calle Uría de Oviedo. El sitio se llena y resulta un éxito sin precedentes. La progresía y los castizos de toda la vida se rasgaban las vestiduras contra la comida basura americana, decían auténticas burradas sobre las hamburguesas y se suponía que teníamos todos que sabotearlos por imperialistas y emponzoñadores del Pueblo. Pero unos años más trade abría otro McDonald’s en Gijón en plena Calle Corrida donde había estado el famoso cine Robledo. Éxito total a pesar de las críticas, la rotura de cristales que sufría el restaurante cuando había protestas contra el “imperialismo”, etc. Sigue siendo un sitio siempre lleno, siempre bien organizado, con servicio rápido. Todo un éxito. Luego se abrió otro en Yelmo Cines de La Calzada y lo mismo, lleno total todos los días. Y hace poco se inauguró un McDonald’s ¡¡¡en mi barrio obrero de Pumarín!!! De 1974 al 2012 ya habían pasado años, yo ya me había jubilado. USA y Pasadena quedaban lejos.

Hoy decidí ir a cenar al McDonald’s de mi barrio. Pensaba que quizás habría muy poca gente por el asunto de la crisis y, además, al ser un barrio modesto; pues no parecía ser el sitio ideal para este tipo de restaurantes. Cuando llegué quedé patidifuso al ver unas colas de kilómetro y todo el Drive-Inn lleno de coches esperando para coger el menú al mejor estilo americano. No me lo creía. Retrocedía mi mente a aquel 1974 cuando la Sra. Bjrweaas me llevó por primera vez al McDonald’s en Pasadena, Texas, con aquel cielo luminoso y expansivo en una ciudad que parecía haber sido sacada de una película de ciencia ficción western y donde los drive-inn parecían las cosas más exóticas y extravagantes que jamás había visto. Ni por asomo podía creer que aquello llegaría con el paso del tiempo a Pumarín, Asturias. Y allí me puse a la cola detrás de decenas de juventud y familias pumarienses, mientras los dos drive-inns no daban abasto con tanto coche esperando.

lunes, 7 de enero de 2013

BAJO LA LUNA LLENA DE UNA TEMPLADA NOCHE INVERNAL

Fue un extraño paseo. Me puse a mirar escaparates en la templada noche invernal. Lo hacía años, muchos años atrás, en la temprana adolescencia. Miraba los escaparates decorados de Navidad y prestaba atención a los juguetes allí expuestos, o los objetos curiosos en venta. A veces había un nacimiento o un árbol de navidad bien decorado. Me di cuenta en ese presente que en aquellos años de temprana adolescencia los escaparates eran como mundos singulares donde la imaginación se podía recrear con plena libertad. Y, me daba cuenta en ese presente, que los escaparates volvían a ser esos mismos mundos de mi temprana adolescencia. Curioso, volvía a recuperar aquella misma experiencia con la misma expansión imaginativa. Miré hacia el cielo y la luna llena brillaba con alegría invernal. La noche era apacible.

He ahí la misma librería donde acostumbraba a mirar los libros de aventuras o las novelas clásicas que al momento transformaban el mundo en controlables tramas de personajes buenos y malos o menos buenos y menos malos o quizás buenos en algunos momentos, pero complicados en otros. Personajes que lograban instalarse en la imaginación formando ya parte del mundo propio preñado de desiertos, selvas, algunas ciudades llenas de placenteros peligros que recorridas en forma de narrativa desde la cama y bajo una lamparilla bien abrigado bajo las mantas eran puro disfrute mental. A las narrativas de los libros escritos por Walter Scott, Julio Verne, Charles Dickens, Mark Twain; las inolvidables historias de la Biblia y tantas otras obras literarias, había que añadirles luego los suplementos de expansión imaginativa que nos producían las grandes producciones del cine en technicolor y cinemascope donde tanto las legiones romanas, como los mismos tártaros o las bandas árabes con túnicas o las grandes praderas americanas con sus indios, sus vaqueros buenos y malos sin equívoco alguno. Aquellos héroes que luchaban por el bien y la justicia o el malo que luego no era tan malo y se convertía en bueno a media película; y las películas de la segunda guerra mundial con japoneses crueles; y las sabanas de África.

Plena libertada imaginativa en esa misma noche donde el presente y el pasado lograban unirse en un mismo espacio infinito bajo la alegre luna y las calles de templada noche invernal permitían aquella ilimitada expansión mirando libros de la misma librería todavía existente con sus escaparates navideños. El niño nunca desaparece. Siempre ha estado ahí oculto, escondido; capeando las enfermizas preocupaciones del adulto que sobrevive en un mundo de caras graves y serias; un mundo donde los deslices se pagan caros y el cielo tan solo anuncia una fría e inhóspita nada despojada de cualquier atisbo de fantasía o inocencia. Milagrosamente, noches como esta anuncian otros mundos entrañablemente lejanos al mismo tiempo que sentimos su proximidad en los indestructibles espacios de nuetra imaginación.

miércoles, 2 de enero de 2013

NUEVO CUENTO DE NAVIDAD

El pastor de la iglesia leyó solemnemente los versículos de Mateo referidos al nacimiento de Cristo. Luego se entonó uno de los himnos más adecuados a la Navidad. La congregación cantaba con alegría. La calefacción funcionaba a la perfección y ello contribuía a crear un clima más hogareño entre los creyentes. Afuera nevaba y el frío era cortante. Había un gran árbol de navidad a un lado del estrado donde el Reverendo Amós trataba ahora de comenzar su sermón navideño. Nosotros éramos todavía niños y lo que más nos gustaba era cantar los himnos especiales de Navidad acompañados al piano por la mujer del Reverendo junto con el violín de Melba. Melba era muy guapa y estudiaba música en la capital. Más tarde, una vez acabado el culto, sería la fiesta infantil y el reparto de juguetes por parte de los presbíteros. Aquello era lo más emocionante, lo que hacía de la Navidad algo mágico en aquella iglesia. En realidad éramos como una gran familia. Y cuando afuera nevaba y el frío era tan cortante, el calor de la comunidad aumentaba en grados de familiaridad entrañable o esperanza compartida con amor. Pero el tiempo había ido pasando y poco a poco nos fuimos alejando de nuestra pequeña ciudad y de nuestra pequeña iglesia. Unos fuimos a estudiar o trabajar a la capital, otros a países lejanos y aquel sentir de la navidad infantil de nuestra iglesia pasó a ser algo así como un recuerdo arraigado en una profunda inocencia. Quizás un arquetipo capaz de evocar en momentos de soledad esa ingenua alegría de confianza en la vida, que luego con el desarrollo de la experiencia adulta, se habría de ir maltratando una y otra vez hasta casi sentirla perderse sin remedio.

Aquel año había vuelto a mi pequeña ciudad después de muchos años de haber vivido bastante alejado de todo lo relacionado con mi país. Mi tren de vida basado en un trabajo de mucho viajar e intensa responsabilidad me había atado definitivamente a ese otro país extranjero, sin que apenas quedare deseo, ni ganas, de visitar lo que ya daba por perdido en los recuerdos. La vida de un profesional como yo había de ir siempre marcada por un realismo pragmático; siempre apegada al presente y ambicionando un mayor futuro de planificadas ambiciones. Solo los neuróticos y los perdedores se agarraban a esos pasados tan plagados de fantasmas familiares que luego les lastraba el presente de un modo enfermizo. Y así corría yo por la vida; del mismo modo que lo hacían millones de vidas en los países más avanzados de la tierra. Hasta que un imprevisible e inesperado accidente de tráfico truncó todas mis ambiciones. Mi vida profesional de la noche a la mañana quedaba sin más futuro que ver cómo era sustituido por otra persona mucho más joven y más ambiciosa que yo. Mientras, ya solo me quedaba entrar en picado cuesta abajo hacia desconocidas oscuridades, plagadas de miedos latentes y un variado surtido de obsesiones. Mi mujer no tardó en encontrar mil excusas para pedirme el divorcio y mis hijos ya hacía tiempo vivían su vida en otros estados o ciudades lejanas. Demasiado preocupados ellos con lo suyo como para dedicar más tiempo de lo que los protocolos de la decencia aconsejan en estos casos. La parálisis parcial que me había afectado las piernas me obligaba a sentarme por mucho tiempo en soledad. Y entonces resucitaron los recuerdos, también los fantasmas que siempre habían estado allí acechando pero siempre barridos por lo que no había sido,—y ahora lo veía con claridad —más que una incontrolable locura profesional. Fue entonces cuando sobrevino el duro invierno, prometedor para mí de una plena soledad preñada de una incipiente depresión, lo que despertó milagrosamente los poderosos recuerdos de la Navidad de mi infancia. Fue como un increíble salto automático que me hizo reaccionar lo suficientemente a tiempo para sacar un billete de avión y acudir con la mayor urgencia posible al encuentro navideño de mi pasada congregación, allá en la ya casi olvidada pequeña ciudad de mi país.

Cuando llegué no había ninguna iglesia. En su lugar se había levantado un edificio gris de muchas plantas y un inmenso garaje. Los prados y el pequeño bosque que rodeaban la pequeña casa de reuniones habían desaparecido y ahora era todo un gran complejo de edificios de pisos y oficinas con muchos garajes. La gente que por allí pasaba me parecía tan agitada y metida en sí como la gente del país donde venía. En realidad no notaba mucha diferencia a simple vista de un sitio a otro. No muy lejos podía oír el familiar rumor de una autopista de circunvalación. Un avión surcaba un cielo con absoluta familiaridad. Mirando hacia otro lado puede confirmar la existencia de un gran centro comercial en nada diferente a cualquier centro comercial del país donde había pasado una larga vida. Me di cuenta en aquel instante de lo inexorable y brutal que puede ser el paso del tiempo. Habría alguna congregación en la ciudad donde podría celebrar la Navidad. Quizás podría, si la casualidad lo permitiera, reencontrarme con alguien de aquel pasado en cualquier otra nueva congregación; pero lo que ya era irreversible era el puro encuentro con aquellos cultos de Navidad cuando toda una comunidad presidida por el Reverendo Amós, anunciaba la venida de un Niño-Mesías acechado de peligros e incomprensiones; y entonces eran los himnos, la lectura del texto sagrado; el sermón y los regalos en ambiente hogareño. Y afuera nevaba y hacía un frío intenso. Me conformé con cerrar los ojos y simplemente reavivar mi imaginación, recrear lo que ya no era posible recobrar.