Fue un extraño paseo. Me puse a mirar escaparates en la templada
noche invernal. Lo hacía años, muchos años atrás, en la temprana adolescencia. Miraba
los escaparates decorados de Navidad y prestaba atención a los juguetes allí
expuestos, o los objetos curiosos en venta. A veces había un nacimiento o un árbol
de navidad bien decorado. Me di cuenta en ese presente que en aquellos años de
temprana adolescencia los escaparates eran como mundos singulares donde la imaginación
se podía recrear con plena libertad. Y, me daba cuenta en ese presente, que los
escaparates volvían a ser esos mismos mundos de mi temprana adolescencia. Curioso,
volvía a recuperar aquella misma experiencia con la misma expansión
imaginativa. Miré hacia el cielo y la luna llena brillaba con alegría invernal.
La noche era apacible.
He ahí la misma librería donde acostumbraba a mirar los libros de aventuras
o las novelas clásicas que al momento transformaban el mundo en controlables
tramas de personajes buenos y malos o menos buenos y menos malos o quizás
buenos en algunos momentos, pero complicados en otros. Personajes que lograban
instalarse en la imaginación formando ya parte del mundo propio preñado de desiertos,
selvas, algunas ciudades llenas de placenteros peligros que recorridas en forma
de narrativa desde la cama y bajo una lamparilla bien abrigado bajo las mantas
eran puro disfrute mental. A las narrativas de los libros escritos por Walter
Scott, Julio Verne, Charles Dickens, Mark Twain; las inolvidables historias de la Biblia y tantas otras obras literarias, había que añadirles luego los
suplementos de expansión imaginativa que nos producían las grandes producciones
del cine en technicolor y cinemascope donde tanto las legiones romanas, como
los mismos tártaros o las bandas árabes con túnicas o las grandes praderas
americanas con sus indios, sus vaqueros buenos y malos sin equívoco alguno. Aquellos
héroes que luchaban por el bien y la justicia o el malo que luego no era tan
malo y se convertía en bueno a media película; y las películas de la segunda
guerra mundial con japoneses crueles; y las sabanas de África.
Plena
libertada imaginativa en esa misma noche donde el
presente y el pasado lograban unirse en un mismo espacio infinito bajo
la
alegre luna y las calles de templada noche invernal permitían aquella
ilimitada
expansión mirando libros de la misma librería todavía existente con sus
escaparates navideños. El niño nunca desaparece. Siempre ha estado ahí
oculto,
escondido; capeando las enfermizas preocupaciones del adulto que
sobrevive en
un mundo de caras graves y serias; un mundo donde los deslices se pagan
caros y
el cielo tan solo anuncia una fría e inhóspita nada despojada de
cualquier atisbo de fantasía o inocencia. Milagrosamente, noches como
esta anuncian otros mundos entrañablemente lejanos al mismo
tiempo que sentimos su proximidad en los indestructibles espacios de
nuetra
imaginación.
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