Pues hemos llegado a Siracusa, Hemos cogido un autobús en Palermo al lado de la estación y en un localuco pequeño pero con aire acondicionado hemos comprado los billetes. Palermo tiene su encanto a pesar del caos de tráfico que padece. Una vez que te acostumbras a caminar por unas aceras que sirven de aparcamiento para coches y motos y por lo tanto no tienes más opción que saltar a la calzada y sortear el tráfico infernal que bufa a tu alrededor, pues Palermo tiene el encanto de una ciudad vieja, agotada por la historia; trotada por miles de generaciones; mal gobernada por reyezuelos y politicuelos que todavía no son capaces de poner semáforos en estos cruces de calles suicidas; placas con el nombre de las calles y una mayor limpieza que haga desaparecer los olores mugrientos de muchas de sus calles céntricas. Pues aún así, Palermo tiene su encanto y los sicilianos parecen amables; y los precios son razonables, y sus iglesias y museos son acogedores y sus restaurantes sirven buenas pizzas.
Después hemos subido al autobús en dirección Siracusa a través de una autopista que se mete por el interior y en el interior hay valles con muchos viñedos y plantaciones de todo tipo y zonas secas con ganado pastando hierba seca y montes circundantes escarpados. Se ven en la lejanía pueblos y aldeas o caserías grandes rodeadas de pastizales o plantaciones de hortalizas. En un momento dado el autobús se para en una estación de servicio Esso, y nos hacen cambiar a otro autobús y hay que coger maletas y meterlas en el otro y luego mear y comer un buffalini o un bocata de mortadela, y, vuelta al autobús que ahora es otro. Pero a la media hora el nuevo autobús se tira al arcén de la autopista y se para. Avería. No arranca. Salimos del autobús y los coches y camiones en dirección Catania pasan bufando como abejas gigantes y el autobús parado se mueve. Pongo mi i-pod y escucho Gladiador mientras miro el paisaje y me entrego al ensueño de una infancia mía transcurrida en esa Sicilia profunda en cualquier casería o finca donde mis padres sicilianos se sacrificaban para poder dar de comer a sus hijos y yo entonces me veo corriendo por esos caminos en dirección al pueblo. Detengo el ensueño porque ya llega otro autobús y una furgoneta con dos mecánicos y ahora ya es el tercer autobús y vuelva a cambiar las maletas y esta vez sí, esta vez llegamos a Siracusa.
Y Siracusa es bella. Es una ciudad de unos 140 mil habitantes con mucho encanto, con mucho turismo, con unas calles muy cuidadas. Con unas aceras protegidas por barandillas, con unos pasos de peatones protegidos. Se nota orden, nivel de vida; sentido de la historia y de la limpieza. Ninguna edificación pasa de los tres o cuatro pisos. La avenida principal que va a dar a la isla de Ortigia está poblada de árboles en flor de una belleza sin par. Hemos decidido caminar desde la estación de autobuses hasta el hotel en la zona antigua de Siracusa, Ortigia, y el paseo es un auténtico disfrute viendo a la gente, las plazas, las calles, las casas. El hotel es perfecto: limpio como una patena, la ventana da a la plaza de Duomo y mucha gente está cenando en las terrazas. Nosotros hemos ido a cenar a una pizzería mirando al mar. El anochecer era suave, la mar estaba calma, la luna en cuarto creciente a lo lejos y el lejano recuerdo de Arquímedes nos invade por unos momentos. Siracusa fue griega por varios siglos y aun hoy día hay restos de población griega por sus alrededores.
Nada más por hoy.
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