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jueves, 16 de febrero de 2012

LAS ENTRAÑAS DEL DESIERTO

Volvimos a la carretera cruzando el desierto. Joy va tarareando una canción que inspira seguir más allá del desierto. Hay veces que la mente es también un desierto. A veces nos sentimos un desierto. Todo arena y arena por millas y millas. Entre el cielo intensamente azul y la arena estamos nosotros sin más ideas que seguir moviéndonos de un lado a otro de modo indefinido. Pura indefinición. Si miras allá a lo lejos puedes ver una especie de poblado de casas rodantes. Casas hechas para vivir como nómadas. Vamos al campamento, dijo Joy. Pero parece que hay tristeza. Noto tristeza en Joy. Hay cierta apatía. Quizás cansancio. Mejor no parar en ningún campamento. Mejor seguir. Cuando hay apatía lo mejor es seguir desplazándose. No pararse.

Cierro los ojos y puedo ver a una mujer llamar a sus hijos por un ventanuco en un país de mucha lluvia, de permanente humedad. Los llama a voces. Es hora de comer y ellos oyen la voz, dejan sus juegos y acuden a la llamada. Todo parece lejos en la distancia, pero quizás esté todo más cerca de lo que la apatía nos lo quiere presentar. Cuento a Joy lo que estoy percibiendo y ella dice que las llamadas de una madre siempre se siguen escuchando en las más profundas soledades por muchos miles de años que uno se interne en el futuro y sus correspondientes millas, millones de millas recorridas a través de mundos, muchos millones de mundos. Y a pesar de todo allí está el grito de llamada de esa madre para anunciar que la comida ya está en la mesa y que todo sigue a pesar de los peligros y las dificultades. Y de las apatías, deje yo. Nos reímos los dos y allá a lo lejos aparecía el poblado de Río Barstow.
Joy me habló de su tía Molly cuando enseñaba matemáticas en una reserva india de Dakota del Norte. Mi tía Molly era muy buena. ¿Por qué notamos que una persona es buena con nosotros? Hay como un instinto o una intuición que te dice que esa persona sería capaz de dar su vida por ti, que esa persona va a hacer lo posible por que las cosas te vayan de la mejor forma posible. Sabes positivamente que esa persona no te va a mentir nunca y nunca te va a hacer daño. Eso era lo que notaba con mi tía Molly. 

Cuando estaba en la reserva de los Sioux fuimos a verla. Vivía en una de esas casas rodantes en el poblado de Ineshoba y yo con mis ocho años me sentía libre como un pájaro jugando con los niños indios que respetaban y querían a mi tía Molly tanto más que yo. Entraba con toda libertad en todas las casas rodantes y las abuelas indias me daban un trozo de brownie con leche o gelatina de fresa. Los hombres estaban en las praderas con el ganado o sembrando maíz. Mi tía Molly era de la Ciencia Cristiana y cuando se ponía enferma solía orar para que Dios-Madre le hiciera comprender que el mal y la enfermedad no eran más que espejismos sin existencia real. Con la oración esos espejismos desaparecían y entonces todo era Dios y Dios era bien y perfección y Dios era todo; así que no podía existir el mal ni la enfermedad. Era todo una ilusión. Mi tía Molly llevaba dos años en la reserva de Ineshoba y allí habría de morir tres años después y un mes después de haber pasado todas unas vacaciones de verano con ella y los sioux de Ineshoba recorriendo las grandes praderas y colinas de Dakota del Norte en su jeep visitando poblados y pueblos muy distantes unos de los otros. Demasiado distantes bajo un hermoso cielo azul o una luna desbordante. Un verano inolvidable. Una tía inolvidable. Ella me decía que la muerte solo era un sueño, una ilusión.

Llegamos a Río Barstow. El coche volvía a deslizarse por otra Main Street y a un lado y otro los mismos McDonald’s o los mismos Safeways o Mervin’s o Sears Roebuck o Red Lobster, o los Ramada Inn o la Primera Iglesia bautista o la Iglesia episcopal y la logia masónica del Scottish Rite. Oscurecía. Abrimos las ventanas del coche y el olor era el olor del desierto. Respiramos fuerte para que el desierto entrara en nuestras entrañas. Nuestras entrañas eran nuestro desierto y el desierto nuestras entrañas.

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