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sábado, 25 de febrero de 2012

EL OASIS INVITA A LA PLENA CONFIANZA

Joy salió del coche y se dirigió al rancho. Yo me quedé en el coche viendo el escenario. Además del estanque había zonas verdes muy bien regadas. Luego se podían ver árboles cítricos y plantaciones de aloe-vera. La casa era un chalet tipo colonial español de una sola planta cuya fachada estaba revestida de estuco blanco. La parte delantera de la casa comunicaba al exterior a través de grandes correderas de cristal que dejaban entrar de forma plena la luz al interior de la misma. Parecía un lugar agradable. Joy entonces se acercó a la cerca de tablas de madera ordenadas con un diseño cuidadoso. La cerca no llegaba a  alcanzar el metro de altura, lo cual denotaba cierta amabilidad o cierta señal de hospitalidad por parte de los habitantes de la casa. Tras de la cerca y bien visible, había una pequeña extensión de césped con ciertos toques de jardinería bien cuidada. Había flores de diferentes variedades y plantas un tanto exóticas para mi conocimiento. Por cierto, bien escaso. Alguien estaba mirando tras los cristales de las puertas correderas. Era la figura de una mujer de cierta edad que vestía unos pantalones blancos. Su figura se podía distinguir como una figura de exquisita delgadez. Abrió la puerta y salió decididamente al porche.
—Buenos días, —dijo en voz alta dirigiéndose a Joy.
—Buenos días, —respondió Joy tras de la cerca de madera. —Pasábamos por aquí y nos llamó la atención este lugar tan precioso en medio del desierto. Me llamo Joyce Rice y ese que está en el coche es mi marido Jack Turner.
—Oh, es un placer que se hayan fijado en este lugar. La verdad es que hemos tenido mucha suerte en poder vivir aquí. ¿Van lejos?
—Bueno, estamos viajando por sitios fuera de las rutas más normales. A mi marido y a mi nos gusta disfrutar de los sitios más alejados de la gente. Somos de Dallas.
— ¿Por qué no pasan a tomar un café con nosotros? Mi marido está dentro escuchando música. Es muy raro que venga gente hasta este lugar. Sean ustedes bienvenidos.

Aunque había podido escuchar toda la conversación Joy enseguida me llamó para anunciarme la amable invitación. La señora de la casa debió de intuir inmediatamente que éramos gente pacífica y sencilla. Salí rápidamente del coche, crucé la estrecha carretera y seguidamente me presenté a la señora. Esta abrió la portilla de entrada y fuimos caminando hacia la casa con cierta timidez. El sol comenzaba a calentar aunque el aire era todavía suave, incluso agradable. Pudimos escuchar el trino de unos pájaros cerca de unos naranjos cercanos. Cruzamos el porche y entramos en la casa. Un señor vestido con un chándal color verde claro nos recibió al instante con un apretón de manos. Llevaba una taza de café en la otra mano.
—Soy Ted Williams. Es un placer teneros en mi casa. Sentaros y decidme qué queréis tomar. ¿Café? ¿Un refresco? Sentaros. Sentaros.
Pedimos café y la señora desapareció rauda hacia la cocina. El salón estaba muy bien amueblado con muebles cómodos de un diseño moderno minimalista. Nos sentamos en un sofá mullido, pero lo justamente mullido para no caer en la extravagancia de ese mullido obsceno de tantos sofás pretenciosamente modernos, pero simplemente ordinarios en sus efectos estéticos sobre los cuerpos que los ocupan.
—Dallas os ha quedado un poco lejos. ¿Os gusta el desierto? —nos preguntó cordialmente el Sr. Williams.
—Sí. Mi marido y yo somos gente de desierto. Nos llama la soledad del desierto. La extensión, el aire puro, la transparencia de las formas…— Joy paró a tiempo. Se estaba dejando llevar por el entusiasmo que le producía al ser recibida por gente tan amable y abierta y en un lugar tan de ensueño. No era bueno expresar los sentimientos tan de buenas a primeras aún en un ambiente tan aparentemente amigable y distendido.
— El desierto tiene sus secretos—, continuó el Sr. Williams dando un sorbo de café—; uno de esos secretos es esa transparencia que consigue la luz del sol y el aire seco. También la aspereza de la tierra o la roca seca. Yo soy feliz en el desierto. No cambiaría este lugar por ningún otro.

En ese momento llegaba la Señora Williams con sus tazas de café sobre una bandeja.
—Aquí tenéis. Sentiros como en vuestra propia casa.
No cabía duda que eran buena gente. Aparentaban tener algo más de sesenta años y, a juzgar por sus gustos estéticos y una buena estantería repleta de libros, parecían gente con cierto grado de nivel cultural.

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