Llevaba muchos años tratando de sobrevivir en el taller de Josabawan trabajando de fundidor de hierro. Era el único trabajo que había podido encontrar en aquella horrible ciudad de Sarkox. Necesitaba mantener a mi mujer a mis tres hijos. Mi trabajo era brutal y el calor del hierro fundido y de los hornos me dejaba agotado. Mi jefe, Wultabander, era un hijo bastardo del sacerdote Dimâsh. Había sido despreciado por su padre y entregado a una ramera rica ya retirada del oficio que vivía en los bajos fondos de la ciudad. Esto lo sabía porque mi buen amigo Sindromak me lo contó una noche en la taberna de Sisha, tomando unas cervezas con tripas fritas de cachorro de zorro. Wultabander se había convertido en un auténtico rufián; un verdadero hijo de puta resentido que sin embargo sabía ganarse la confianza de mucha gente gracias al frío dominio de carácter y su gran capacidad para mentir. Era el perfecto lameculos de cualquier miserable empresario de las muchas minas y fundiciones de Sarkox. Puesto en cualquier lugar de mando sabía cómo estrujar a cualquier cuadrilla de desgraciados mal pagados y peor alimentados, sin piedad ni remordimiento alguno. En realidad a nadie llamaría la atención el daño y odio que rezumaba este cabrón, a no ser que le cayera como jefe; y, eso mismo fue lo que me pasó a mí.
Nada más empezar a trabajar bajo sus órdenes vi que se fijaba demasiado en mi cuando sacaba los lingotes al rojo vivo y los llevaba cogidos con unas tenazas hasta el rústico tren de laminación cuya fuerza motriz provenía de las mulas dando vueltas a una noria con una enorme cinta transportadora que hacía así mismo girar el tren. La máquina de vapor allí instalada en su día había dejado de funcionar y las mulas hacían ahora el trabajo motor. No sé qué era lo que le empezaba a molestar en mí. Quizás que era una persona tranquila que me llevaba bien con todo el mundo y además provenía de la tribu de los Nishal, conocidos por nuestro culto al Libro Sagrado. Quizás por eso y porque se daba cuenta que yo no le tenía miedo y sabía mirarle a la cara de frente cuando se dirigía a mí. También porque conocía bien mi trabajo y no necesitaba de sus impertinentes órdenes dadas con un tono de voz salvajemente ahuecada y pensada para atemorizar, para meter miedo; para hacerle correrse de gusto sintiéndose el más insidioso hijo de puta.
Un día cuando estaba agarrando un lingote al rojo vivo para transportarlo con el gancho, se acercó a mí para decirme con voz perversamente suave: “Agárrate bien a ese lingote porque te quiero dar por el culo en cualquier momento. Cuídate bien Nishal. Me caes como la mierda y te puedo joder bien jodido. Te crees muy importante con estos desgraciados pero aquí quien manda soy yo. Ten cuidado no tropezar con el lingote y quedarte pegado a él. Nadie te echaría de menos.” Mi respuesta fue el silencio y continué trabajando. Sabía que había llegado la hora del desafío y yo no podía dejar de trabajar el la fundición. No hubiera podido encontrar ningún trabajo en ese momento. Otro día el tren de laminación falló precisamente cuando yo intentaba estrechar el primer lingote en su primera pasada por los rodillos embadurnados de sebo para evitar la oxidación. El tren se atascó y de repente Wultabander vino derecho como una furia con los ojos enrojecidos, su olor a whisky perronero, y con cara de depredador: “¿Qué has hecho? ¿No te das cuenta de que has hecho, hijo de puta? Has metido mal tu polla en esta máquina de precisión y la has jodido. ¿Qué tal una suspensión de empleo de dos días? Pasa por mi caseta después del trabajo.” Quedé dos días en casa sin cobrar.
Pero un día durante el turno de la noche los lingotes salían torcidos al pasarlos por el tren de laminación. Solía ocurrir a veces que por razones de calidad del metal en bruto los lingotes se torcían y retorcían y el peligro de accidente era serio. Había que saber apartarse con tiempo y coger los lingotes adelgazados al vuelo como quien dice. Cuando esto ocurría solíamos estar allí los más hábiles y ágiles. Al otro lado del tren se colocaba entonces mi amigo Sindromak. Sin embargo, aquella noche, después de meter el primer lingote me di cuenta que al otro lado no estaba Sindromak, sino alguien que me pareció ser Wultabander. No era posible que aquel perro se pusiera allí a exponerse a ser traspasado por un lingote mal parido. Pero era él.
“Niñata”, me dijo, “toma este regalo de la casa” Y en ese momento empujó con fuerza el lingote hacia mi lado de tal manera que salía como si de una serpiente alocada se tratara. Tuve que saltar por encima sintiendo el rechinar de la suela de mis botas al roce del hierro al rojo. Rápidamente cogí lo que ya era una barra retorcida con las pinzas y sin pensarlo lo lancé de nuevo hacia los rodillos con cierto impulso reflejo. Pero al momento sentí que algo no iba bien. Ví, tras los huecos de los rodillos, que algo se movía de forma torpe y con movimientos desacompasados. Parecía como si un borracho estuviera bailando una siniestra cumbia bajo el ruido de los rodillos al girar. Asustado me aparté rápidamente de mi puesto y fui a ver qué pasaba al otro lado. Y lo que vi no me gustó; era horroroso, pero si he de ser sincero, tampoco me disgustó: Wultabander se agarraba con las dos manos a la barra retorcida de hierro que le traspasaba a la altura del estómago para seguir en dirección al suelo. Salía humo del cuerpo y el olor era de carne chamuscada que se mezclaba con el olor a tocino rancio de los cachos de sebo de los rodillos también en proceso de combustión. Los ojos de aquel cabrón se nublaban buscando la visión de las tinieblas. Al poco tiempo cayó al suelo empalado por el hierro todavía al rojo. La ropa empezaba a arder y pronto aparecieron el resto de la cuadrilla que estaban, no lejos de allí, estirando unas vigas con una máquina hidráulica.
Había sido un accidente de trabajo. Una imprudencia del jefe Wultabander cuyo aliento se pudo comprobar olía al whisky perronero que solía tomar en sus turnos nocturnos con ansiedad animal.
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