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domingo, 6 de noviembre de 2011

A VECES UN BUEN MANTRA SOLUCIONA LOS PROBLEMAS

Ya nadie me cree que he visto a Dios. Mi técnica para ver al Supremo se ha basado en la repetición. He estado repitiendo durante tres años casi sin parar e incluso entre los sueños el mantra de “Dios ven a mí”. Durante mi trabajo en la panadería y en casa con mi familia, o durante los paseos; o, esperando las colas de la Administración; siempre he estado repitiendo el mantra “Dios ven a mí”. A veces añadía el lamentable y desesperado “por favor, te lo ruego”, pero me parecía ya demasiado humillante. Incluso para dirigirse a Dios hay que tener un poco de dignidad, pensaba yo.

No es necesario mencionar que mis pocos amigos se reían de mí al oírme continuamente con el mantra: “Dios ven a mí”. De tal manera que acabaron llamándome Diovenamí. “Ahí viene Diovenamí,” decían. Mis hijos se entristecían mucho al verme durante las comidas pues no hablaba con ellos, solo les miraba sin parar de decir mi mantra. A veces les invitaba con gestos a que me siguieran en coro. Mi mujer Coralina ya me daba por imposible. Su paciencia conmigo era ilimitada, pero le preocupaba que de seguir por mucho tiempo más me volviera loco sin poder llevar la panadería y entonces la familia tendría serios problemas. Yo, sin embargo, era terco: quería que Dios pasara de ser una palabra o algo que me tenía que imaginar o inventar, para ser algo palpable, real como el suelo que piso.

Pero un día ocurrió el milagro.

Cuando estaba metiendo el pan en el horno este se apagó. Las luces de la panadería se apagaron también y quedé a oscuras. Entonces un par de manos gigantescas me cogieron y me levantaron hasta alcanzar un rostro lleno de luz cegadora. “Yo soy Dios, ¿me ves?”, pero no podía verle muy bien pues su luz me cegaba. Entonces me puso en el suelo y dijo: “Mira hacia esa esquina” Yo miré hacia la esquina y allí había un señor de unos cuarenta años vestido con un pantalón vaquero y jersey verde. “Yo soy, ¿me ves ahora?” Ya no había duda que aquella figura era Dios. Me acerqué y le di la mano. Él entonces me dijo: “Deja de hacer el zoquete repitiendo esa letanía que me estás poniendo de los nervios. ¿Acaso no tengo cosas más serias que hacer que escuchar ese mantra tan aburrido? ¿Quién tiene que mantener vivo el universo? ¿Quién tiene que hacer funcionar a las estrellas? Y si dejo de pensar en los hombres pues estos desaparecerían al momento. Así que vete a casa y ponte a hablar con tu mujer y tus hijos y vete a beber un vino con los amigos. Déjame en paz y haz como los demás: confórmate con ir a la iglesia a cantar himnos, leer el Santo Libro y a orar.”

Entonces se encendió la luz, el fuego del horno volvió a encenderse y yo, todo asustado, pero completamente satisfecho seguí haciendo el pan del día siguiente. Eso sí: ya casi no era capaz de parar mi mantra. No podía parar mi mantra y tardé tres meses en hacerlo gracias a Dios.

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