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viernes, 30 de julio de 2010
EL MURO DE LAS LAMENTACIONES
La gente salía caminando para atrás y yo también salí mirando para atrás viendo los cientos de fieles orando frente al muro ( el kotel) con sus kippas o sombreros negros llamados o sus mantones de rezos y las filacterias o tefellín colocados en brazos o la cabeza. Allí encima de las mesas de oración estaban los rollos de la Torá y un lector leyendo en voz alta rodeado de fieles, otros cantaban o hacían alguna exhortación. Las mesas acogían a diferentes grupos de diferentes partes del mundo venidos a recordar el otrora templo de Jerusalén donde se celebraban los sacrificios de expiación y donde residía el alma de Israel con el sancta sanctorum (kodesh ha-kodashim) en el centro. Los bloques del actual muro pertenecen a diferentes eras, pero los primeros bloques que constituyen la base pertenecen a la época de Herodes el Grande y, por lo tanto, al casi exacto lugar donde estuvieron los cimientos del primer templo y del segundo cuya reconstrucción comenzó Esdras. Cientos de judíos tocan el muro o colocan papeles con deseos u oraciones entre las oquedades de las grandes piedras talladas. Otros permanecían en silencio o rezaban meciendo el cuerpo de atrás a adelante o viceversa. Todo ello formaba un campo de fuertes vibraciones espirituales que resonaban en el alma de todos los presentes. Los pequeños grupos alrededor de las mesas con sus fieles de largas barbas susurraban sus plegarias en hebreo y el tiempo entonces disolvía el presente en un calidoscopio de escenarios donde pasado, presente y futuro aparecían y desaparecían en una misma dimensión de infinitud. La vida cotidiana del Israel davídico o las diferentes diásporas en barrios y guetos de los diferentes imperios o naciones-estado. La sangre vertida en las rebeliones contra el imperio romano, los miles de crucificados o vendidos como esclavos; las expulsiones, las humillaciones o el horror de la Shoah. Los futuros que ya están cumplidos en la eterna mirada del En Sof (Aquel que Es sin ningún límite), todo presente en el eterno presente que solo la imaginación puede percibir en un acto de arrebato místico y entonces Dios es sin necesidad de explicación alguna porque es de un modo absoluto.
Seguí unos metros caminando para atrás y luego al dar la vuelta me tropecé con la barriga de un ortodoxo gordo que llevaba un gorro de piel redondo y el pelo en forma de bucles. Al rebotar contra mi codo contra su barriga me eructó un sonoro shalom (שלום) y nos separamos mirándonos el uno al otro como si nos conociéramos de algo o quizás como si en algún sitio de la historia hubiéramos cenado juntos o tomado un vaso de vino en alguna taberna de Roma o una jarra de cerveza en Vilna. Luego me junté con el grupo y nos encaminamos al barrio árabe de Jerusalén. Encima del muro se alza la cúpula de la Roca o mezquita de Omar y la entrada está sometida a restricciones por diversas razones de tipo religioso y de seguridad. El barrio árabe comienza nada más salir por el arco de Wilson y allá fuimos caminando la comitiva turística por las callejuelas estrechas llenas de tiendas de artesanía, de cachivaches turísticos, de cantinas donde se compran refrescos o se come un bocadillo shawarma que es pollo embutido en pan pita. Los comercios turísticos árabes venden de todo ya sean motivos judíos o musulmanes: se puede comparar una gorra del ejército de Israel o una menorah, como también un imán con la inscripción sagrada del Islam (“Alá es Grande”), o el gorro típico de los musulmanes que llevan desde Marruecos a Indonesia. Fue allí donde de repente nos vimos todos atrapados en una marabunta humana que confluía desde cuatro callejuelas a una pequeña rotonda que nos forzaba a estrujarnos todos contra todos en una angustiosa lucha por continuar nuestro camino y entonces las tetas de la mujer árabe me masajeaban la espalda y las ásperas barbas del viejo judío hasidim me rozaban la cara al mismo tiempo que los culos y los pechos ejercían presiones cristianas, musulmanes, judías y ateas en un ejercicio de forzada indecencia comunitaria y comunal hasta que logramos salir de allí extenuados y dando gracias a Dios/Alá/Jehová por habernos sacado de allí. Me acordaba en aquel momento que los sicarios celotes del siglo I apuñalaban a sus víctimas en situaciones parecidas y nadie sabía quién había sido.
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