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viernes, 11 de febrero de 2011

HUYENDO DEL PAÍS DE KLOP

Llevamos cuarenta días huyendo del país de Klop. Hemos dejado atrás gente incomprensiblemente aburrida. Hemos abandonado trabajos que nos embotaban los sentidos. Vivíamos una realidad de piedra. De haber seguido allí hubiéramos acabado como máquinas. Nuestro espíritu se iba secando como las vainas del algarrobo. Las ciudades y pueblos de Klop se encallecían en sus inexorables rutinas. Algo así como si la sangre de nuestras venas se estuviera congelando. Hasta los niños mostraban extrañas arrugas en sus rostros que los hacía viejos prematuros. El deseo sexual nos iba abandonando. Muchos ya no nos saludábamos porque no había palabras que decir. Por las calles de Hnut, la capital, la gente caminaba con la mirada perdida.

Pro lo inquietante, lo realmente inquietante era que todos parecíamos empezar a gozar de una quietud extrema. Casi nada nos molestaba. Si alguien nos pedía quedarse en nuestra casa pues lo dejábamos quedarse. Si alguien pedía nuestro carro, le dábamos el carro y los caballos. Si alguien nos pegaba, le poníamos la otra mejilla. Nada nos importaba. Un lúgubre sopor nos iba adormeciendo. Comíamos cualquier cosa y si no había nada pues dejábamos de comer.

Pero aquel día, nuestro profeta nos congregó y nos gritó con furia de animal rabioso. Nos dijo que habíamos de seguirle. Y los de la congregación lo seguimos como hubiéremos seguido a cualquier otro. Pronto nos sacó de la ciudad y luego dejamos las fronteras de Klop atrás. Poco a poco hemos ido recuperando los sentidos. Poco a poco comenzamos a desear a nuestras mujeres y ellas resucitan al placer y al deseo de tener hijos. Poco a poco vamos sintiendo un ardor guerrero; un fuerte deseo de conquista, de lucha, de destrucción. Volvemos a ser un pueblo vivo. Volvemos a ser humanos. Pero tan solo llevamos cuarenta días huyendo del país de Klop y no sabemos lo que nos espera al otro lado del mundo.

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