Me gusta cuando se leen historias de Abraham o de José, o de Daniel; o de cuando el mundo se creó y como trasfondo ese caos y esa oscuridad tan temible. Me gusta oír a los profetas con su alambicado lenguaje y sus prédicas tan graves y sus amenazas que salen de la boca como dardos mortales.
Me gusta oír las historias sobre Jesús de Galilea y sus apóstoles caminando por aquellos parajes del Israel colonizado por los romanos. Me gustan esas palabras tan directas e indirectas y a veces confusas, pero siempre hay predicadores o pastores que saben descifrar el misterio con soltura y luego todo acaba en una gran lección moral o de salvación confirmada por el perdón.
Me gusta disfrutar de ese oasis espiritual en un mundo tan inmerso en las preocupaciones mundanas que se suceden unas tras otras y luego los cotilleos políticos y las adhesiones partidistas y las conversaciones en clave pedestre y terrestre y aburrimiento asegurado.
En mi pequeña iglesia protestante recordamos los misterios, la gran salvación de la cruz; la vida eterna, la comunidad de los elegidos; los textos antiguos de nuestros patriarcas y profetas. Hay un espacio sagrado, apartado, donde se puede oír la voz de D-ós y todos somos hermanos.
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