Ayer paseé por Nolan. Dejé el coche cerca de la Casería Nueva y me puse a caminar dejándome llevar por el capricho de la pura libertad y arbitrariedad. Aunque a medida que iba caminando me daba cuenta que se iba abriendo un manantial en mi conciencia y que el agua de ese manantial me iba abriendo cauce y que ese cauce había comenzado hacía ya 60 años en el barrio de La Carbonera y entonces hacia allí me dirigí siguiendo la calle de La Casería Nueva que sigue paralela a la vía del tren de Renfe. Poco a poco me veía contemplando las casas viejas de la supuesta Casería Nueva. Algún día tuvo que haber una casa nueva que destacaba entre las más viejas, pero ahora eran todas viejas y lo nuevo era mi mirada que viajaba a través de aquellas paredes, y algunas ventanas oscuras cerradas a cal y canto. Paredes grises o de ladrillo oscurecido por el tiempo. Paredes agotadas que ya dejaron de necesitar una mano de cal o de pintura y ahora mueren poco a poco hasta que un buldózer las aplaste sin misericordia y entonces el alma de cada casa volará para perderse en los misterios de la creación o de la historia. Almas cargadas de vida ya pasada pero quizás en algún sitio esté todo escrito como la partitura de una música que en cualquier momento se podrá reproducir y sentir y percibir y entonces eh ahí las generaciones de habitantes de la Casería Nueva en vida, muerte, alegría, sufrimiento; miradas de conciencias absolutamente singulares con sus secretos ahora descifrados y comprendidos. De qué estoy hablando. Me estoy volviendo loco. Eso es imposible. Nadie ni nada puede ya descubrir lo que es imposible de vivir en primera persona salvo raras empatías o vibraciones de amor o de dolor que siempre acaban en un anhelo o deseo perdido en desconocidas tundras o desiertos. Casas pequeñas que albergaron familias enteras de gente humilde que madrugaba para entrar en la mina o en la fábrica. Casas que rezumaban fría humedad por muchas paladas de carbón que se echaran y al salir casi siempre ese cielo gris de lluvia u orbayu permanente con olor y sabor a sustancias quemadas en los hornos de La Modesta o Carbones de La Nueva en Ciaca, o las fábricas de la Felguera, sin olvidar las máquinas de vapor que recorrían, no solo las rutas oficiales de la Renfe y ferrocarril de Langreo; sino también las maquinillas y troles que unían entre sí las minas de monte o los pozos con los lavaderos, las escombreras y los hornos de cok. Y detrás de la Casería Nueva había un trenillo que salía de la Modesta para recoger carbón en alguna mina de monte y la maquinilla pitaba como loca cuando yo, siendo niño, la veía cruzar por la ladera del monte soplando vapor y humo o, a veces, bramando con una carga pesada de vagonetas grises metálicas. Y entre la vía y mi casa de La Carbonera había un arroyo al que llamábamos el Ríu de la Casería Nueva y el agua ya iba cargada de los desagües de todo El Palomar y La Carbonera y quizás de más arriba, de las aldeas del monte, siempre monte porque en Nolan todo era monte a un lado y otro bordeando o cerrando valles. Valle del Nalón y los valles de sus afluentes que venían de montes profundos y misteriosos con posibles chupasangres o cuélebres que a los cinco o seis años eran tan posibles y tan reales como las brujas o los enanitos de los cuentos en una edad en que la imaginación lo es todo. ¿Qué hay detrás de esos montes papá? preguntaba yo porque por alguna razón creía que aquellos montes se perdían entre paisajes remotos o selvas inhóspitas sin fin. Mi padre me respondió que detrás de aquellos montes estaba Turón. ¿Turón? ¿Qué sería Turón? Algo muy lejano, algún pueblo rodeado de lobos, de chupasangres, brujas o enanos. Eso debía de ser Turón.
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