Es curioso que ningún buldózer se haya dignado a destruir y aplastar la casa-cueva para dar paso a lo nuevo, al progreso, a un parque temático o un edificio de oficinas ultramodernas equipadas con los medios mas sofisticados de la tecnología punta. No. Toda esa manzana de casas ruinosas y habitáculos deformados y leprosos, siguen ahí esperando a que el tiempo acabe con ellos reduciéndolos a polvo. Langreo no es tierra de muchas ambiciones a pesar de su pasado de lucha minera y revolucionaria; o quizás, por eso, por eso mismo es por lo que casi todo el barrio de La Carbonera y la Casería Nueva y otros barrios o rincones siguen apegados a un pasado ya muerto sin perspectiva alguna de transformación y sin una radical política económica que sacuda todo el entramado de dependencia y parasitismo conformista. Y entonces la casa-cueva y todo su entorno se encierra con un muro para que ningún gitano o mendigo se instale a vivir y así continuar la saga de la pobreza que se resigna a seguir siéndolo, porque quienes aspiran a otro futuro ya se han ido o están a punto de hacerlo. Los buldózer tuvieron que haber pulverizado el escenario de mi infancia en la cuevona y borrar la calle La Carbonera del mapa. Y toda esa barriada del Palomar hubiere sido un placer verla triturada para dejar paso al avance del monte salvaje. Pero ahí sigue todo casi tal cual como lo deje en mi tierna infancia, con casi las mismas casas y los mismos parajes y hasta la gente parece la misma, pero sin la industria, las minas y los trenucos circulando.
Muchas veces he contemplado una foto donde mi madre aparece sentada en un peldaño de las escaleras que subían a la primera planta donde vivían mi tía-abuela Marta y Olga, y donde aparezco yo sentado en el regazo de mi madre con un vestido negro de lunares blancos, y yo con nueve meses de edad, sonriendo con la sonrisa de la inocencia. Sonrío porque estoy contento y porque mi madre me hace caso y mi padre me está haciendo señas y diciéndome cosas para que mire a ese aparato, luego miraré para otro sitio; me fijaré en aquello que llame mi atención y todo visto y percibido en modo instantáneo, sin reflexión, sin mediación. Todo ello un puro acto de percepción que en la medida que me sea familiar y pueda confiar despertará emociones y reflejos de tranquilidad, de alegría, de cariño; pero cuando algo me resulte instintivamente desconocido miraré con ojos asustados o de curiosidad esperando ya algo o alguien que me pueda hacer daño y entonces buscaré protección en los míos o rompo a llorar aterrado y dando la señal de alarma. Esa es la tierna infancia. Y ahora todavía puedo recordar aquellas primeras impresiones bajo un trasfondo de sensación única e indescriptible, porque nadie puede saber el color con que un alma colorea la fuerza y el flujo de sus propias emociones. Allí estaba con un vestido largo como antes se vestía a los bebés y parecía feliz.
La primera señal de autoconsciencia surge una vez que parecía despertar de un sueño y soy capaz de grabar en el recuerdo las paredes del edificio en frente de casa mi abuela de La Alquería. Recuerdo los azulejos blancos de una parte del edificio y a partir de ahí mi yo ya empieza a existir como tal, aunque todavía regresando ocasionalmente a la inconsciencia para saltar de nuevo a la novedad de un mundo que ya empiezo a explorar como algo ahí afuera, algo que puedo ya recordar cuando no estoy allí; cuando cierro los ojos, o cuando regreso del sueño. El yo va asociado a la facultad de recordar, de separar lo de dentro y lo de afuera. Mi segundo recuerdo más vivo e impresionable fue el día que mis padres me llevaron al casino de la Moncada en cuello y es el día de hoy que recuerdo la gran lámpara de perlas de cristal del vestíbulo, las escaleras de mármol y el bullicio de mucha gente que entraba y salía hacia el parque Adanero porque eran las fiestas de San Ponce. En ambos recuerdos debía de tener unos tres años.
Más adelante mis recuerdos ya se van enlazando con las impresiones más fuertes y posteriores. Tales son por ejemplo, los caballitos o carruseles con sus luces bullangueras y la música de los altavoces a mucho volumen. Me impresionaban los altavoces porque no entendía cómo podía salir una voz tan potente desde dentro de tales aparatos. Había una magia negra en ello que me infundía cierto miedo. Esas voces venían de alguna persona deformada o encerrada que recibía pinchazos eléctricos para hacerle hablar así tan rabiado y tan alto. También me intrigaban los micrófonos envueltos con pañuelos que se colocaban los tomboleros cerca de la boca y atados al cuello. No acerté a relacionarlos con los altavoces hasta un tiempo más tarde. Aquellos tomboleros o charlatanes de feria me resultaban gente como salidos de otro mundo. Montar en un carrusel era una maravillosa aventura que solo podía ser posible sentándome en las rodillas de mi padre. Además estaban los gigantes y cabezudos que a mi me resultaban criaturas salidas de los cuentos o de los tebeos. Los cabezudos a veces nos pegaban en la cabeza con corchos perforados por las varas de los voladores a modo de martillo. Todo un mundo de magia, de misterio, de inocencia, de colores, de cierta libertad cuando todavía no había empezado la escuela de párvulos y entonces la casa-cueva era mi jardín de infancia.
Más adelante mis recuerdos ya se van enlazando con las impresiones más fuertes y posteriores. Tales son por ejemplo, los caballitos o carruseles con sus luces bullangueras y la música de los altavoces a mucho volumen. Me impresionaban los altavoces porque no entendía cómo podía salir una voz tan potente desde dentro de tales aparatos. Había una magia negra en ello que me infundía cierto miedo. Esas voces venían de alguna persona deformada o encerrada que recibía pinchazos eléctricos para hacerle hablar así tan rabiado y tan alto. También me intrigaban los micrófonos envueltos con pañuelos que se colocaban los tomboleros cerca de la boca y atados al cuello. No acerté a relacionarlos con los altavoces hasta un tiempo más tarde. Aquellos tomboleros o charlatanes de feria me resultaban gente como salidos de otro mundo. Montar en un carrusel era una maravillosa aventura que solo podía ser posible sentándome en las rodillas de mi padre. Además estaban los gigantes y cabezudos que a mi me resultaban criaturas salidas de los cuentos o de los tebeos. Los cabezudos a veces nos pegaban en la cabeza con corchos perforados por las varas de los voladores a modo de martillo. Todo un mundo de magia, de misterio, de inocencia, de colores, de cierta libertad cuando todavía no había empezado la escuela de párvulos y entonces la casa-cueva era mi jardín de infancia.
En la infancia grabamos profundamente nuestros primeros contactos con lo que nos rodea, tal vez porque nuestro yo más profundo e inconsciente sabe que al final de nuestra vida vamos a necesitar esos recuerdos para vivir. Los ancianos se suelen refugiar en sus recuerdos de infancia y olvidar todo lo demás, sin duda son los únicos recuerdos exentos de connotaciones negativas que nos conviene olvidar. AZOR
ResponderEliminarUna de las cosas que mas recuerdo de Sama es el olor a azufre constantemente presente en el aire. Muchos anos despues de haberlo olvidado me seguia fascinando cada vez que volvia al pueblo. para mi, ese era el aire de verdad....parece increible hoy dia.
ResponderEliminarPero si lo piensas un poco, no es tan raro....imaginate haber nacido bacteria y te encantarian otros medioambientes muy diferentes a los que te prefieres ahora....
Kousinski
Buena reflexión Azor.
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