La familia Maldonado la formaban mis abuelos Isaac y Maite. Ramón provenía de una familia de pescadores de Ribadesella y Maite de una familia vasca de clase media relacionada con el mundo del ferrocarril del Norte, venida a menos. En la familia siempre se comentaba esa venida a menos de los Maldonado, debido a no se sabía exactamente qué chanchullos financieros había habido entre nuestro bisabuelo o tatarabuelo y el fundador de un banco importante en Asturias. El tatarabuelo o bisabuelo o los dos, que bien no recuerdo, habían venido de Marquina, Vizcaya, y en calidad de socio capitalista y contratista de obra comenzaron las obras de paso del tren del Norte a Asturias con los túneles del Pajares. Pero algo salió mal en el aspecto financiero y, rumores había, que la vida pendenciera de alguno de ellos también habría influido en ello; no sé si el tatarabuelo o el abuelo o los dos en sus respectivas épocas, pues todo había quedado tapado en un tupido velo de confusa memoria familiar que hasta hoy día me cuesta descifrar. La vida de Isaac en Ribadesella quedaba también tapada por su silencio y discreción más que por sus aventuras financieras, aunque eran propietarios de una barca de pesca y de oscuros e imprecisos orígenes que se pierden en la historia hoy día relatada en el paseo de la desembocadura del Sella en Ribadesella, precisamente el lugar donde parece ser estaba la casa de los bisabuelos. Por esa concatenación de factores imprecisos y aleatorios de la vida, junto con las contingencias propias de la historia en todas sus dimensiones macrocósmicas y microcósmicas, Isaac y Maite habían formado una familia y fruto, en parte, de esa familia y su extensión era yo.
Fue en la casa de La Alquilería donde había nacido y recuerdo la casona medio oscura con su gran cocina que daba a un patio de luces estrecho y medio iluminado. Había tres habitaciones, una de ellas ocupada por un tiempo por Alberto y Marible antes de encontrar casa en frente de la misma calle. En esa habitación era donde las hijas daban a luz, para luego volver a sus respectivas casas con los retoños. Uno de ellos fui yo. El techo estaba sostenido por grandes vigas de madera y de las vigas colgaban las esas bombillas de 40 vatios que alumbraban como luciérnagas, sostenidas por unos cables blancos entrelazados como cuerda. Para encenderlas se utilizaban las llamadas “tarabicas” o especie de mando de madera en forma de pajarita o tarabica que se giraban para su encendido y apagado. Había así mismo entre la cocina y la sala de estar de suelo de cemento. un añadido de tabiques de madera que resultó en la tercera habitación utilizada por mis abuelos. Pero como el techo de la casa era bastante alto, los tabiques no alcanzaban el techo y actuaban como biombos de separación más que como tabiques. De esa habitación recuerdo cuando mi abuelo estaba enfermo y venía el practicante, un hombre de confianza llamado creo que Pablo, de quien recuerdo su fisionomía, aunque tan ténuamente que se me borra a la hora de querer describirlo. Diría que este hombre vestía un traje gris y tendría unos cuarenta y tantos años, más bien pequeño, cara redonda, entradas y bigote. Recuerdo cuando todos los primos nos juntábamos a cenar las patatas fritas con huevo que preparaban mi abuela y las tías en grandes cantidades, y el chocolate con bizcochos servido en tazones. Todo ello entraba con ganas después de una tarde jugando en el parque Adanero, o paseando con nuestras madres, no nuestros padres que desaparecían a su aire. Lucía padecía de la vista y llevaba gafas desde muy temprano y su madre Natalia padecía de anemia y las dos tenían que tomar calcio en unas botellas que luego yo veía vacías con sus etiquetas azules encima del aparador color ocre donde se metían los platos. Las reuniones familiares se prolongaban hasta el oscurecer y luego, una vez cenados todos, nos íbamos de vuelta para casa andando o en los autobuses respectivos.
A la derecha de casa mi abuela en una casa vieja de dos plantas, planta baja y primer piso, vivían una tal Eugenia y su hija Consuelo. Tenían un hijo que se llamaba Juani. Eugenia y su hija tenían la cara redonda, el mentón algo prominente y sonriente. La hija era rubia, algo rellenita y de ojos azules. Juani era bastante travieso y una vez, no sé por qué razón, jugando al balón en la acera el balón se fue a la calle, o sea, la Avenida Cárdenas; la más transitada de Nolan con sus camiones carboneros Lancia roncando en una u otra dirección, los autobuses de Langreo en constantes idas y venidas, los pocos cuatro-cuatros, citroens, o simcas que circulaban e incluso los carros cargados con carbón o con pan, con caballos que chocaban sus cerraduras contra los adoquines y hacían ese sonido tan compacto y seguido de clic-clac y clic-clac. Enfin, el caso es que el balón de Juani fue a dar a la carretera y algún coche pasó silbando cerca del balón y el balón allí en la carretera y otro coche y un autobús casi lo pilla y lo espachurra, hasta que de pronto vimos al padre de Juani, un señor bajo y fuerte, que andaba por allí cerca o mirando desde casa, ir a por el balón todo nervioso y una vez en la acera nos dimos cuenta que estaba todo descompuesto, salido de sí; todo histérico y con síntomas de llegar al pánico; y, sin más, cogió el corrión y empezó a zurrar a Juani y a chillar que aquello no iba a ocurrir más y zaca y zaca con el corrión, hasta que entraron en casa. Yo quedé un tanto aterrorizado. Había cosas que cuando las hacían los mayores me impresionaban, porque los mayores normalmente, y, a la vista de los chiquillos, eran siempre formales. Verlos en ese estado de descomposición emocional me producía vértigo.
Pero por la Avenida Cárdenas también pasaban de vez en cuando los funerales con caja de muerto sujeta por cuatro hombres en dirección al cementerio o la iglesia. Aquellas procesiones me imponían un temor indecible, una gravedad inexplicable que tenía que ver con la muerte y la muerte era algo que pertenecía a un mundo de terrible tristeza con el cura y los monaguillos portando velas en lo alto de unas pértigas y también cruces plateadas. El ataúd llevaba un pesado crucifijo adosado en la tapa. Luego, el cortejo, llevaban las flores y las coronas. Y yo, sabiendo que el muerto estaba allí dentro en esa caja negra, y que eso pasaba sobre todo a las personas viejas que ya vestían de negro de forma permanente, o como Covadonga que ya tenían el moño prendido también para siempre con pinzas de pelo; o como Olivia, la vecina que vivía en el sótano y que entraba a su casa por una puerta muy estrecha y vivía sola con más años que Matusalén a juzgar por su cara tan arrugada y su moño y sus andares encorvados y su falda larga de tela dura como el hule; pues todo esto me dejaba entristecido por unas horas. Olivia además hablaba con la voz temblorosa y nos miraba con unos lacrimosos ojos brillantes que a mi me aterraban, pues era una mirada mezcla de hostilidad y oscuridad. La teníamos miedo, y cuando alguna vez dejaba la puerta entreabierta, intentábamos bajar las escaleras estrechas en dirección al sótano para ver dónde vivía, pero todo estaba oscuro y el miedo nos hacía desistir. Un olor típico de casa mi abuela y de las casas vecinas y del patio interior al que daba la cocina de mi abuela era el olor a jabón fuerte y a lejía. Es un olor que todavía percibo en estos momentos cuando escribo.
Pero por la Avenida Cárdenas también pasaban de vez en cuando los funerales con caja de muerto sujeta por cuatro hombres en dirección al cementerio o la iglesia. Aquellas procesiones me imponían un temor indecible, una gravedad inexplicable que tenía que ver con la muerte y la muerte era algo que pertenecía a un mundo de terrible tristeza con el cura y los monaguillos portando velas en lo alto de unas pértigas y también cruces plateadas. El ataúd llevaba un pesado crucifijo adosado en la tapa. Luego, el cortejo, llevaban las flores y las coronas. Y yo, sabiendo que el muerto estaba allí dentro en esa caja negra, y que eso pasaba sobre todo a las personas viejas que ya vestían de negro de forma permanente, o como Covadonga que ya tenían el moño prendido también para siempre con pinzas de pelo; o como Olivia, la vecina que vivía en el sótano y que entraba a su casa por una puerta muy estrecha y vivía sola con más años que Matusalén a juzgar por su cara tan arrugada y su moño y sus andares encorvados y su falda larga de tela dura como el hule; pues todo esto me dejaba entristecido por unas horas. Olivia además hablaba con la voz temblorosa y nos miraba con unos lacrimosos ojos brillantes que a mi me aterraban, pues era una mirada mezcla de hostilidad y oscuridad. La teníamos miedo, y cuando alguna vez dejaba la puerta entreabierta, intentábamos bajar las escaleras estrechas en dirección al sótano para ver dónde vivía, pero todo estaba oscuro y el miedo nos hacía desistir. Un olor típico de casa mi abuela y de las casas vecinas y del patio interior al que daba la cocina de mi abuela era el olor a jabón fuerte y a lejía. Es un olor que todavía percibo en estos momentos cuando escribo.
Oye, muy bien esos relatos. La verdad que tienes una memoria prodigiosa. Estos detalles casi los tenía olvidados y me has hecho recordarlos con sincero placer.
ResponderEliminar.
Gracias por extenderte y te juro que me has hecho disfrutar.
.
¡Animo!. Que siga esa faceta de contador de historias.
Gracias, pringáu. Osti, eso de pringáu non ye un poco humillante?
ResponderEliminar