En la escuela municipal de Nolan usábamos un mandilón azul como uniforma y en el uniforme llevábamos el nombre bordado. También había que llevar unos vasos de plástico para que nos echaran la leche en polvo durante el recreo. Así mismo daban un trozo de queso americano, pero que por razones que hoy día todavía no comprendo, no nos lo daban a Jacob y a mí. La leche en polvo sí, pero el queso nunca. ¿Qué razón podría ser? ¿Serían mis padres que por no presentar algún papel o documento nos dejaban fuera del queso? ¿Sería que habría que ir a misa y mis padres no iban con la frecuencia que había que ir? ¿Alguna cuota que no se pagaba? ¿Alguna manía de mi madre que no le gustare aquel queso por ser americano y anticomunista y entonces en un arrebato de orgullo no les permitía que nos lo sirvieran? Algo así como: “ese queso os lo metéis por donde os quepa, ¡gochos!” ¿Por qué rayos yo no teníamos opción aquel trozo de queso que todos nuestros compañeros comían? Todavía hoy día me lo pregunto y no acierto con la respuesta. Pues todavía hoy grito: ¡quiero mi parte de queso americano que me negasteis cuando era niño! ¡Dádmelo, canallas! Se trataba del Plan Marshall, o plan de reconstrucción de Europa que por razones de política anticomunista llegó a alcanzar también a la España de Franco. La leche en polvo venía en una especie de lecheras grandes. Nos poníamos a la cola y se iban llenando los vasos con una garcilla. En otra daban el queso y nosotros se nos hacía la boca agua con aquel queso y mirando a los demás cómo lo comían. He de investigar la razón y recuperar mis trozos de queso americano. El caso es que al no recibir ese trozo de queso y tampoco llevar bocadillo pasaba hambre y al llegar a casa comía como una fiera hambrienta. Mi madre se oponía a que comiésemos nada entre comida y comida porque creía que si comíamos algo luego no comíamos en casa como había que comer. ¡Rayos! Quizás fuera eso lo del queso. Quizás mi madre se oponía a que nosotros comiéramos el queso porque luego ella creía que luego no íbamos a comer en casa lo que había que comer. Quizás esa sea la explicación más coherente.
Yo durante un año fui y vine a la escuela solo, quizás porque mi horario era diferente al de Jacob. El recorrido me llevaba un cuarto de hora escaso. Al pasar por la calle de José Blanco tropezaba a veces con los que iban a la escuela Les Caramones. Les Caramones era una escuela particular que regentaban dos hermanas apellidadas Caramón. Algunos amigos míos iban a esa escuela y entre los amigos solíamos cantar: La escuela Les Caramones que comen pan y limones. La escuela el Ayuntamientu que come pan y pimientu. Un día traté de hacer mi pequeño negocio después de la hora de salida de la escuela al medio día. Resulta que mi padre tenía una pequeña colección de monedas, y entre ellas tenía monedas rusas de cobre ya oscurecido, que le había dado un amigo ruso de la Legión años atrás. Mi padre decía que aquellas monedas tenían valor, mucho valor, decía él bromeando. Luego las volvía a envolver en papel de periódico y a poner de vuelta en una caja de madera. Yo, me preguntaba entonces, ¿cómo es que si tienen valor las guarda en esa caja con otras monedas sin valor? Además parecía como no darles importancia y allí se pudrían en la caja aquellas valiosas monedas rusas de cobre. Así que un día elaboré mi plan. Había unas pinturas marca Alpino que me estaban apeteciendo mucho y no conseguía que me las compraran en casa. Las había visto la última vez en una pequeña librería de la Avenida Cárdenas cerca de la Plaza de la Alquería. Las pinturas venían en una caja de cartón a color, con un ciervo alegre trotando por unos prados verdes rodeados de bosques color marrón y negro; y, al fondo, había unas montañas radiantes cubiertas de nieve blanca. Yo estaba obsesionado con aquellas pinturas, pero sabía que en casa no me las iban a comprar de ningún modo. Entonces no era como ahora que cualquier cosa que les apetece a los nenes los padres se lo compran para no frustrarles y contrariarles. Cuando nos apetecía algo había que esperar a Reyes y si no era de necesidad, simplemente aguantarse. Así que una noche fui a la estantería donde estaban las monedas, las cogí tal como estaban envueltas y las puse en mi cartera de cartón que usaba para ir a la escuela. Al salir a las doce fui directamente a la librería y pedí con decisión la caja de pinturas que estaba en el escaparate. Me la dieron, me la envolvieron, y me dijeron el precio, dos cincuenta pesetas. Yo entonces, ceremoniosamente, saqué las monedas rusas y se las di a la librera. Ella se quedó un poco pensativa mirando las monedas y con ojos de enfado me dijo: “Estas monedas son falsas. No valen. Ten— dijo ella al tiempo que me cogía la caja de pinturas—vete para casa y devuelve estas monedas a tus padres.” Yo no sabía qué hacer. La tierra se abría a mis pies. No es posible que esas monedas con tanto valor no sirvan. La situación era embarazosa a más no poder y me fui con una sensación de vergüenza profunda. Puse las monedas en la caja y traté de olvidar el asunto. Pero en un pueblo como Nolan todo el mundo se conoce y mi padre se enteró por la librera. Mi padre, en lugar de reñirme, recurrió al sarcasmo, haciendo ver mi inutilidad por no saber distinguir las monedas falsas de las de valor. Pero yo hubiere preferido más, mucho más, que me hubiere reñido y castigado por lo hecho como una mala acción; como un robo y engaño, más que hacerme sentirme como un inútil sin más culpa que ser tonto. Cosas de la infancia.
En la clase de don Franciano también leíamos en voz alta. Uno de los libros que leíamos era sobre la vida de Jesucristo. Era un libro bien escrito y e interesante. Presentaba los relatos de los evangelios de un modo entretenido y las ilustraciones eran también buenas. La figura de Jesucristo quedó marcada en mi mente más por ese libro que por las misas o predicaciones en la iglesia católica. El Jesucristo de aquel libro era una figura literaria bien tratada, y enfocada con cierta creatividad; capaz de estimular mi imaginación e interés por su persona hasta el presente. No recuerdo el autor, ni el título, ni la editorial. Jacob en ese año iba a tercero con un maestro llamado don Antonio. Don Antonio era un hombre pequeño y delgado que se movía con mucho dinamismo. Parecía una de esas personas con vocación de liderazgo, con capacidad de estimular a los chavales hacia cualquier meta. Al menos así lo percibía yo cuando lo veía en el patio hablando con sus alumnos. Jacob parecía estar contento con él. También leíamos el Quijote con don Franciano, pero no recuerdo más libros de lectura.
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